Al día siguiente, el sol apenas se asomaba por el horizonte cuando un carruaje real, ostentoso y dorado, se detuvo frente a la mansión. De él descendió el Príncipe Heredero Alejandro, con una sonrisa perezosa y arrogante en su rostro.
No venía solo.
Detrás de él, con la cabeza gacha y el rostro pálido, estaba Sofía. Su vestido estaba arrugado, y evitaba mi mirada a toda costa.
El corazón se me detuvo.
Alejandro se acercó a mí, su mirada recorriéndome de arriba abajo con desprecio. Era alto, imponente, y su sola presencia llenaba el aire de una opresión insoportable.
Me miró fijamente a los ojos, y luego, con un movimiento lento y deliberado, levantó su mano. En ella sostenía una pequeña prenda de seda, una pieza de la ropa íntima de Sofía. Era la que yo le había regalado en su último cumpleaños.
Acercó la prenda a su nariz e inhaló profundamente, cerrando los ojos con un placer fingido.
"Huele a ella", dijo, su voz un susurro venenoso que solo yo podía oír.
Luego abrió los ojos y su sonrisa se ensanchó.
"Miguel Ángel, ¿verdad? Sofía me ha hablado mucho de ti".
No pude responder. Un nudo apretado se formó en mi garganta, ahogándome. La sangre me hervía en las venas, un calor furioso que subía hasta mi rostro.
"A partir de ahora, visitaré esta casa con frecuencia", continuó, su tono casual, como si estuviera hablando del clima. "Espero que no te importe".
Miré a Sofía, buscando una explicación, una negación, cualquier cosa. Pero ella seguía con la vista fija en el suelo, sus hombros temblando ligeramente. Su silencio era la confirmación más dolorosa.
En ese momento, su padre, el señor Sánchez, salió de la casa, seguido de su esposa. En lugar de indignación, sus rostros mostraban una alegría servil.
"Su Alteza, qué honor tenerlo en nuestra humilde morada", dijo el señor Sánchez, haciendo una reverencia exagerada.
Alejandro le devolvió la sonrisa, guardando la prenda de Sofía en su bolsillo como si fuera un trofeo.
"Señor Sánchez, creo que su hija y yo tenemos mucho en común. He decidido que ella es una candidata muy prometedora para ser mi consorte".
La señora Sánchez ahogó un grito de júbilo.
"¡Oh, Su Alteza! ¡Sería el mayor honor de nuestra familia!".
Me quedé allí, congelado, viendo cómo la familia a la que había servido y respetado, la mujer a la que amaba, me vendían por un título y poder. Mi origen humilde, mi falta de un apellido importante, me convertían en un obstáculo que debía ser apartado.
Sofía finalmente levantó la vista. Sus ojos, esos ojos que yo había amado desde niño, estaban llenos de una frialdad que nunca había visto.
"Miguel Ángel", dijo, su voz firme, desprovista de cualquier emoción. "Esto es por el bien de la familia. Entiéndelo".
No era una petición. Era una orden.
Me di la vuelta y me alejé, sin decir una palabra. Cada paso se sentía pesado, como si arrastrara cadenas. Recordé los años pasados, las promesas susurradas en la oscuridad, los sueños que habíamos construido juntos. Todo se había derrumbado en una sola noche.
Recordé cuando éramos niños. Su padre me encontró en la calle, un huérfano sucio y hambriento. Me llevó a su casa no por caridad, sino porque vio potencial en mí. Vio a un sirviente leal, un guardaespaldas para su hija, un peón útil. El compromiso con Sofía fue su idea, una forma de atarme a ellos para siempre.
Y yo, tontamente, había aceptado, porque me había enamorado de ella. Creía que su afecto era genuino.
Qué iluso había sido.
La calidez de sus abrazos, el brillo en sus ojos cuando me miraba, todo había sido una mentira. Una actuación bien ensayada para mantenerme dócil y obediente.
La realidad era esta: el Príncipe Heredero sosteniendo la intimidad de mi prometida, su familia celebrando mi humillación y Sofía, mi Sofía, pidiéndome que aceptara mi destino como un cornudo por su ambición.
El dolor era tan agudo que apenas podía respirar.