El acto que siguió fue diferente a todos los anteriores. Mateo, que siempre había sido distante y mecánico, ahora era apasionado, casi desesperado. Sus manos recorrían su cuerpo con una familiaridad que nunca antes había mostrado, sus labios buscaban los suyos una y otra vez. Elena se encontró respondiendo, su propio cuerpo traicionando la lealtad que su corazón guardaba por Javier. Por un momento, en la oscuridad, no eran dos extraños cumpliendo un deber, sino dos personas buscando consuelo en el otro.
Cuando terminó, se quedaron en silencio. Elena esperaba que él se levantara y se fuera a su habitación como siempre, pero Mateo se quedó a su lado, su respiración profunda y constante en la oscuridad. Ella se durmió con el peso de su brazo sobre ella.
A la mañana siguiente, cuando se despertó, el lado de Mateo en la cama estaba vacío y frío. No había ninguna nota, ninguna señal de que él hubiera estado allí, excepto por el sutil aroma de su loción en la almohada. Una sensación de vacío la invadió. Se sintió usada, confundida.
Se vistió y bajó a la cocina. Javier estaba allí, sirviéndose un tazón de cereal como si fuera el dueño del lugar. La miró con una sonrisa burlona.
"Buenos días, hermanita. ¿Dormiste bien?", preguntó, su tono cargado de insinuaciones.
Elena lo ignoró y se sirvió una taza de café. Intentó mantener la compostura, actuar como si nada fuera diferente.
"Mateo no debería haberte traído aquí", dijo ella, su voz más firme de lo que se sentía.
"Oh, pero él sabe que este es mi lugar, a tu lado", replicó Javier, acercándose a ella. "Y anoche, ¿dónde durmió él? ¿En su habitación de invitados o en la tuya?".
Elena sintió una oleada de náuseas. No era solo la insinuación de Javier, era algo físico. Se llevó una mano a la boca, sintiendo que el café se le revolvía en el estómago. Corrió al baño y vomitó violentamente.
Cuando salió, pálida y temblorosa, Javier la estaba esperando en el pasillo. Su expresión ya no era burlona, sino oscura y furiosa.
"¿Qué es esto, Elena? ¿Estás embarazada?", siseó, acorralándola contra la pared. "¿Es de él? ¿Después de cinco años de nada, de repente te acuestas con él la noche antes de que yo vuelva?".
"No es asunto tuyo, Javier. Déjame en paz", dijo ella, tratando de empujarlo.
La ira de Javier explotó. "¡Claro que es asunto mío! ¡Eres mía! ¡Siempre has sido mía!".
Gritó a los dos hombres de la mudanza que todavía estaban en la sala. "¡Sosténganla!".
Los hombres dudaron, mirando incómodos la escena.
"¡Les pago el doble! ¡Háganlo!", gritó Javier, su rostro enrojecido por la rabia.
Los hombres, tentados por el dinero, se acercaron y la sujetaron por los brazos. Elena luchó, pero eran demasiado fuertes. El pánico la inundó.
"¡Javier, no! ¡Estás loco!", gritó.
Él se rió, una risa cruel y desquiciada. Se acercó a ella y le levantó la barbilla con fuerza. "Voy a asegurarme de que no haya ningún bebé de Mateo que se interponga entre nosotros".
Levantó la mano y la golpeó en el estómago. Una, dos, tres veces. El aire se le escapó de los pulmones en un gemido de dolor. El mundo empezó a girar, los colores se mezclaron en un torbellino borroso. Sintió un dolor agudo y desgarrador en su vientre, y luego una humedad cálida extendiéndose por sus piernas.
Lo último que vio antes de que la oscuridad la envolviera fue el rostro de Javier, deformado por una satisfacción triunfante.
Despertó en una habitación blanca y estéril. El olor a antiséptico llenaba sus fosas nasales. Una enfermera ajustaba su suero.
"Tranquila, señora. Está en el hospital", dijo la mujer con voz suave.
Elena intentó hablar, pero su garganta estaba seca. Escuchó a dos enfermeras hablando en voz baja cerca de la puerta.
"Qué terrible. Su propio hermano... la golpeó hasta hacerla abortar. ¿Qué clase de monstruo hace eso?".
La palabra "abortar" resonó en su cabeza. No sabía que estaba embarazada. Un sollozo seco se escapó de sus labios. Había perdido algo que ni siquiera sabía que tenía, a manos del hombre que creía amar. El dolor en su corazón era mucho más agudo que el dolor en su cuerpo.