Adiós al Viejo Dolor
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Capítulo 4

La imagen me golpeó con la fuerza de un puñetazo en el estómago. La perrera, una construcción de cemento y rejas de hierro, olía a suciedad, a excremento y a miseria. Dentro de una de las jaulas más grandes, junto a dos enormes perros de presa que gruñían sordamente, estaba mi hija. Mi pequeña Camila. Estaba acurrucada en un rincón, sobre un montón de paja sucia, abrazándose las rodillas. La luz de la luna que se filtraba por las rejas iluminaba su figura frágil, casi esquelética.

Su cabello, antes largo y brillante, estaba enmarañado y lleno de mugre. Su vestido, uno de los pocos que le quedaban, estaba roto y manchado. Tenía los pies descalzos y cubiertos de llagas. Pero lo peor eran sus ojos. Esos grandes ojos marrones que antes brillaban con inocencia y alegría, ahora estaban vacíos, opacos, llenos de un miedo tan profundo que parecía haberla consumido por dentro. A su lado, en el suelo de cemento, había un tazón de metal abollado con restos de comida. La misma comida que comían los perros.

Me quedé paralizada, incapaz de respirar, incapaz de procesar el horror de lo que estaba viendo. Mi mente se negaba a aceptarlo. Era una pesadilla, tenía que serlo. Pero el olor, el frío, el sonido del gruñido de los perros... todo era demasiado real.

"Mami..."

Su voz fue apenas un susurro, un hilo de sonido tan débil que casi lo confundí con el viento. Se levantó lentamente, con dificultad, como si cada movimiento le doliera. Se acercó a las rejas, sus pequeños dedos se aferraron al metal oxidado.

"Mami... ¿eres tú de verdad?"

Y entonces se rompió. El llanto que salió de su pequeña garganta no era el llanto de una niña, era un lamento de puro sufrimiento, un sonido animal de dolor y abandono que partió mi alma en mil pedazos.

"¡Mami, sácame de aquí! ¡Por favor, sácame de aquí! Tengo miedo. Los perros me muerden. Elena me pega. Tengo hambre, mami. Siempre tengo hambre."

Cada palabra era una puñalada. La rabia, una rabia pura y primitiva, explotó dentro de mí, barriendo cualquier rastro de dolor o debilidad. Ya no era Sofía, la esposa sumisa. Era una loba defendiendo a su cachorro. Me abalancé sobre la puerta de la jaula, golpeando la cerradura con una piedra que encontré en el suelo. La golpeé una y otra vez, con una fuerza que no sabía que tenía, ignorando el dolor en mis manos. El metal finalmente cedió y la puerta se abrió con un chirrido.

Entré y empujé a los perros, que retrocedieron sorprendidos por mi ferocidad. Llegué hasta Camila y la levanté en mis brazos. Apenas pesaba. Su pequeño cuerpo temblaba sin control. La abracé con todas mis fuerzas, hundiendo mi rostro en su cabello sucio, respirando su olor, tratando de transmitirle todo mi amor, toda mi fuerza.

"Ya estoy aquí, mi amor. Mamá está aquí. Nadie te volverá a hacer daño. Te lo juro."

Mis ojos se posaron en el tazón de metal en el suelo. El símbolo de su humillación, de su sufrimiento. Lo recogí del suelo. La rabia necesitaba una salida, un objetivo. Con un grito que rasgó la noche, lo lancé con todas mis fuerzas contra el muro de cemento de la perrera. El tazón se deformó con un estruendo metálico que resonó en el silencio. Lo recogí y lo golpeé contra la pared una y otra vez, hasta que mis manos sangraron y el metal quedó reducido a un trozo de chatarra irreconocible. Cada golpe era por cada lágrima de mi hija, por cada noche que pasó aterrorizada, por cada golpe que recibió, por cada día que pasó hambre. Era una promesa silenciosa de venganza.

                         

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