La chica que se parecía inquietantemente a las fotos de Ana que Mateo guardaba en su estudio.
Estaban jugando, los tres juntos, como una familia feliz.
Y yo, su madre, estaba observándolos desde una ventana, como una extraña.
Un nudo se formó en mi garganta, pero lo ignoré. Tenía que ver a mi hijo.
Bajé las escaleras rápidamente. Cuando llegué al jardín, la risa se detuvo.
Doña Elena me miró con su habitual frialdad. Isabella sonrió con una dulzura que me pareció venenosa.
Carlitos se detuvo y me miró con sus grandes ojos, los mismos ojos de Mateo.
"Carlitos, mi amor," dije, abriendo los brazos para él. "Mamá está aquí."
Mi voz sonó extraña, casi como una súplica.
Él dudó.
Miró a su abuela, luego a Isabella.
"Ven, mi vida, dale un abrazo a tu mamá," dije, tratando de mantener la sonrisa en mi rostro, aunque sentía que se me iba a quebrar.
Di un paso hacia él.
Él dio un paso hacia atrás.
"No," dijo en voz baja.
El mundo se detuvo por un segundo.
"¿Qué?" susurré.
"No quiero," repitió, más fuerte esta vez.
Y entonces, corrió.
Pero no corrió hacia mí.
Corrió hacia Isabella, se aferró a su pierna y escondió la cara en su falda.
Isabella le acarició el pelo, sonriéndome por encima de su cabeza con una expresión de triunfo.
Sentí como si el suelo desapareciera bajo mis pies.
Mi propio hijo.
Mi hijo me estaba rechazando.
Por ella. Por una extraña que se parecía a un fantasma.
"Ya ves," dijo Doña Elena, su voz llena de una satisfacción cruel. "Los niños saben quién los quiere de verdad."
No pude más.
Di media vuelta, sin mirar a nadie, y entré a la casa.
Subí a mi habitación, cerré la puerta con llave y me deslicé hasta el suelo.
Y allí, en el silencio de mi cuarto vacío, lloré.
Lloré por el hijo que me habían robado.
Lloré por los años de humillación y soledad.
Lloré por la mujer estúpida en la que me había convertido, soportando todo por un amor que nunca fue real.
Las lágrimas se secaron, pero el dolor se convirtió en una fría y dura resolución.
Se acabó.
No había nada más que me atara a esta casa.
Me levanté del suelo. Abrí el armario y saqué una pequeña maleta, la misma con la que había llegado a esta ciudad llena de sueños rotos.
Empecé a empacar. Solo lo mío. Un par de vestidos, mis libros, las pocas cosas que realmente me pertenecían.
Antes de irme, me asomé a la ventana una última vez.
El jardín estaba vacío, a excepción de las gardenias que yo misma había plantado junto a la terraza.
Eran mis flores favoritas. Las había cuidado con esmero, con la tonta idea de que si ellas florecían, tal vez mi vida en esa casa también lo haría.
Ahora, sus pétalos blancos me parecían un recordatorio de mi fracaso.
"Adiós," susurré.
No solo a las flores.
Adiós a todo.