Cuando nos casamos, Sofía fue muy clara. No quería hijos. Dijo que su legado era la hacienda, el tequila, el nombre de su familia, y que un niño solo sería una distracción, una carga. Yo la amaba, o creía amarla, con una devoción ciega. Respeté su decisión. Para demostrarle mi compromiso, para que nunca dudara de mi amor y mi palabra, tomé una decisión drástica. Fui a una clínica y me hice la vasectomía. Un corte final, un sacrificio silencioso. Para mí, nuestro amor era suficiente.
Así pasaron veinte años. Yo me dediqué a la hacienda, aprendí del agave, de la destilación, del negocio. Trabajé hombro a hombro con los jimadores, me gané el respeto de los trabajadores, aunque nunca el de mis suegros. Para don Fernando y doña Elena, yo siempre fui el mariachi pobre que les robó a su hija, un hombre sin linaje y, peor aún, un hombre que no les daría un nieto para continuar la dinastía Del Valle. Soporté sus desprecios en silencio, por Sofía.
La verdad me golpeó en la cara en nuestro vigésimo aniversario de bodas. Sofía organizó una gran fiesta en la hacienda, con cientos de invitados, políticos, empresarios, toda la alta sociedad de Jalisco. Yo me sentía, como siempre, un extraño en mi propia casa. Mientras buscaba un viejo álbum de fotos para mostrarle a un amigo, encontré una caja de madera que nunca había visto, escondida en el fondo del clóset de Sofía. La curiosidad me pudo. Dentro, no había joyas ni cartas de amor. Había certificados de nacimiento. Dos. Gemelos. Fernando y Elena Jr. Nacidos hace diecinueve años. Mis manos temblaron. Los nombres de los padres: Sofía Del Valle y... Alejandro "El Charro" Ramírez.
Alejandro. Su amigo de la infancia. Un charro famoso, carismático, el hombre que mis suegros siempre habían querido para Sofía. El hombre que, según ella, era solo un amigo. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Veinte años de mi vida, de mi sacrificio, de mi lealtad... eran una mentira. Una farsa cruel y elaborada. El aire me faltaba. No era un error, no era una confusión. Había fotos de Sofía, embarazada. Fotos de Alejandro con los bebés. Fotos de mis suegros cargando a sus "nietos" con una alegría que nunca me mostraron a mí. Todo había sido a mis espaldas.
Salí de la habitación, con los papeles en la mano, temblando de una rabia helada que nunca había sentido. Atravesé el salón lleno de gente sonriente y música, y me paré frente a Sofía. Ella estaba riendo con el gobernador, luciendo un vestido caro y una sonrisa perfecta.
"Sofía, ¿qué es esto?"
Le puse los certificados de nacimiento frente a su cara. Su sonrisa se congeló. Me tomó del brazo y me arrastró a la biblioteca, lejos de las miradas curiosas.
"¿De dónde sacaste eso?"
Su voz era fría, sin una pizca de remordimiento.
"Estaba en tu clóset. ¿Quiénes son estos niños, Sofía? ¿Quién es su padre?"
Ella me miró, y por primera vez en veinte años, vi a la verdadera Sofía. Una mujer de hielo.
"Son mis hijos."
Dijo, así de simple.
"¿Tus hijos? ¡Tú no querías hijos! ¡Me hice la vasectomía por ti!"
Grité, perdiendo el control.
"Necesitaba herederos para la hacienda."
Respondió, como si hablara del clima.
"¿Y Alejandro?"
"Él entendió la importancia del linaje. Es un Del Valle de corazón, siempre lo fue. Era la única manera de asegurar que la sangre de la familia continuara."
Sentí una náusea profunda. El dolor era físico, un puño apretando mi estómago.
"¿Y yo? ¿Qué soy yo en todo esto? ¿El idiota que cuidaba la casa mientras tú te acostabas con tu amigo?"
"No seas dramático, Ricardo. Fue un arreglo. La hacienda está por encima de todo."
La puerta se abrió y entraron mis suegros. Don Fernando me miró con el desprecio de siempre, pero ahora con un aire de triunfo.
"Ya lo sabes, ¿eh? Ya era hora. Deja de hacer un escándalo. Sofía hizo lo que tenía que hacer por esta familia."
Doña Elena asintió, con los brazos cruzados.
"Deberías estar agradecido. Vives como un rey gracias a nosotros. ¿Qué más quieres? Ahora la familia está completa. Tenemos herederos."
Me sentí atrapado, asfixiado por sus caras duras y sus palabras crueles. Miré a Sofía, buscando una última chispa de la mujer de la que me enamoré. No encontré nada. Solo ambición y frialdad.
"Sofía, diles que se callen. Diles que esto está mal."
Le supliqué, con un hilo de voz.
"Mis padres tienen razón, Rico. Es por el bien de la familia."
Intenté un último recurso, la última pieza de mi corazón roto.
"Entonces... que se vayan. Que Alejandro y esos niños desaparezcan. Quédate conmigo. Olvidemos esto. Empecemos de nuevo, solo tú y yo."
Era una oferta patética, lo sabía. Pero era todo lo que me quedaba.
Sofía soltó una risa corta y seca. Una risa que terminó de romperme.
"No seas ridículo. Son mis hijos. Son el futuro de 'La Escondida' . No irán a ninguna parte."
Me quité el anillo de bodas, el simple aro de oro que nunca me había quitado en veinte años. La piel debajo estaba pálida. Lo puse sobre la mesa de caoba. Mi mano temblaba tanto que el anillo rodó y cayó al suelo con un tintineo casi inaudible.
"Se acabó, Sofía."
Mi voz sonó hueca, extraña.
"Nos divorciamos."