Mientras descargaba una pequeña maleta, notó un auto estacionado cerca de la cabaña vecina, un juguete tirado en el césped, un triciclo rojo, le llamó la atención, momentos después, un niño pequeño, de unos cinco años, salió corriendo de la casa, seguido por una mujer mayor, probablemente su abuela.
"¡Samuel, no corras tan rápido!", le gritó la mujer con cariño.
Ricardo se detuvo, el nombre le sonaba familiar, Marcos a menudo hablaba de su sobrino, Samuel, el hijo de su hermana, sintió un nudo en el estómago, una extraña coincidencia.
Se sentó en el porche de su cabaña, tratando de ignorarlos, pero las voces llegaban claras en el aire quieto de la montaña, la abuela hablaba por teléfono, su voz era fuerte y despreocupada.
"Sí, Clara es un ángel", decía la mujer al teléfono, "Marcos tuvo suerte de encontrarla, ella lo ha apoyado mucho con todo esto, la pobre madre de Marcos no ha estado bien, pero te digo un secreto, a veces creo que Marcos exagera un poco sus crisis para mantener a Clara cerca, ella es tan buena, dejó plantado a su propio esposo para venir a cuidarnos este fin de semana".
Ricardo se quedó paralizado, cada palabra era un golpe, un martillo que destrozaba la última pieza de su negación.
"Clara es maravillosa con Samuel", continuó la mujer, ajena a que su voz se proyectaba por todo el lago, "Dice que practicar con él es bueno, ya que su propio esposo, un científico aburrido, nunca quiso tener hijos, Clara siempre quiso una familia, pero se casó con el hombre equivocado, Marcos será un mejor padre para sus futuros hijos, sin duda".
La verdad lo inundó, fría y brutal, no era solo un engaño, era un plan, él no era solo el esposo ignorado, era el obstáculo, el "científico aburrido" que se interponía en el camino de la vida perfecta que Clara estaba construyendo con otro hombre, la humillación fue tan intensa que le quemó la garganta, se sintió como un tonto, un peón en un juego que ni siquiera sabía que estaba jugando.
No pudo soportar más, se levantó de un salto, sintiendo que el aire le faltaba, corrió hacia su auto, sin importarle la maleta, la cabaña o los recuerdos, solo necesitaba escapar de ese lugar, de esa verdad sofocante.
Condujo sin rumbo, las lágrimas nublaban su visión, el dolor era tan agudo, tan físico, que sentía como si su pecho fuera a estallar, finalmente, se detuvo en el arcén de una carretera solitaria, el motor de su auto zumbando en el silencio de la noche.
Su teléfono sonó, era Clara, su nombre en la pantalla era como un insulto.
"¿Ricardo? ¿Dónde estás?", preguntó ella, su tono era ligero, despreocupado, "¿Estás bien? Me preocupé cuando no contestaste".
La desconexión entre su dolor y la indiferencia de ella fue la gota que derramó el vaso.
"Se acabó, Clara", dijo él, su voz era un susurro roto pero lleno de una finalidad absoluta, "Quiero que desaparezcas de mi vida".
Hubo un silencio en la línea, luego la voz de Clara, ahora teñida de pánico y confusión, "¿De qué hablas? ¿Es por lo de esta noche? ¡Te dije que era una emergencia!".
"¡Deja de mentir!", gritó Ricardo, la rabia finalmente explotando, "¡Lo sé todo! ¡Sé sobre tus planes, sobre cómo me has estado usando! ¡Sé que no hay ninguna emergencia!".
"¡No sé de qué estás hablando! ¡Estás siendo dramático!", replicó ella, volviendo a su táctica de negación.
"No quiero volver a verte nunca más", dijo Ricardo, su voz era ahora fría como el hielo, "Cuando vuelva a la ciudad, mi abogado se pondrá en contacto contigo, hemos terminado".
"¡No! ¡No puedes hacerme esto!", gritó ella, su voz se volvió aguda por la desesperación y la posesión, "¡Tú eres mi esposo! ¡No te voy a dejar ir!".
Justo en ese momento, Ricardo escuchó una voz masculina de fondo en la llamada de Clara, era Marcos.
"Clara, cariño, ¿puedes traerme una aspirina? Me duele la cabeza de repente", dijo Marcos, su voz era deliberadamente lastimera.
Ricardo no necesitó escuchar más, colgó el teléfono, apagándolo por completo, la farsa había terminado, el dolor seguía ahí, pero debajo de él, una nueva sensación comenzaba a crecer: la determinación.