-No me importa el dinero -dijo Érika, con la voz tensa-. Me importa mi hermana. Necesito alejarla de ellos.
-Ten cuidado, Érika. Esta gente es muy poderosa.
Colgó el teléfono justo cuando Álex entraba. Vio la maleta en la cama. No pareció sorprendido. Parecía cansado.
Sostenía una pequeña caja de terciopelo.
-No te vayas -dijo. Abrió la caja. Dentro había un collar de diamantes, una pieza tan extravagante que parecía obscena-. Diamante se siente fatal por lo que pasó. Quería que tuvieras esto.
Érika miró el collar, luego a él.
-¿Crees que esto lo arregla? ¿Crees que una joya compensa que casi maten a mi hermana?
-Es un gesto -dijo él, en voz baja-. Quiere arreglar las cosas.
-Me voy, Álex. Voy a pedir el divorcio.
Dejó la caja y caminó hacia ella. Se movía con una gracia perezosa que no ocultaba el poder enrollado en sus músculos.
-No vas a ir a ninguna parte.
-No puedes retenerme aquí.
-¿No puedo? -preguntó suavemente-. No tienes dinero. Ni trabajo. ¿A dónde irás? ¿Cómo pagarás los gastos médicos de Jimena? Es muy caro, Érika. Y las facturas seguirán llegando.
Tenía razón. Estaba atrapada. Su vida como violonchelista profesional había sido puesta en pausa por él, por su carrera. Dependía completamente de él, y él lo sabía.
-¿Qué quieres de mí? -susurró, la lucha desvaneciéndose de ella.
-Quiero que te quedes. Quiero que seas mi esposa. -Extendió la mano para tocarle la cara, y ella se apartó de un respingo. Su mano cayó. El dolor en sus ojos era real, pero se sentía como otra herramienta de manipulación.
-No me toques.
-Érika, por favor. Solo... dale tiempo. Podemos superar esto.
-¿Superar qué? ¿Que dejes que los matones de tu jefa golpeen a mi hermana y luego amenacen su vida?
-Diamante es frágil -argumentó él, su voz adquiriendo ese tono familiar y defensivo-. Ella sufre. Esa bala... lo cambió todo para ella.
Érika se rio, un sonido áspero y roto.
-¿Y qué hay de mi sufrimiento? ¿Y el de Jimena? ¿Acaso eso no importa en absoluto?
Él desvió la mirada, incapaz de encontrar sus ojos. El silencio fue su respuesta.
Al día siguiente, llegó la llamada. Era la asistente de Diamante.
-La señora Garza no se siente bien -dijo la voz cortante-. Encuentra su música muy relajante. Solicita que venga a la mansión y toque para ella.
No era una solicitud. Era una orden.
-No puedo -dijo Érika-. Mi hermana...
-Álex está al tanto de la situación. Ya ha aceptado en tu nombre.
Cuando Érika miró a Álex, él solo asintió.
-Ve. La hará sentir mejor.
Fue. No tenía opción.
Diamante estaba recostada en un diván en su vasta y estéril sala de estar, una imagen de trágica belleza. Álex estaba a su lado, su mano descansando posesivamente en su hombro. La imagen hizo que a Érika se le revolviera el estómago.
-Érika, querida -ronroneó Diamante, su voz como seda y veneno-. Gracias por venir. He estado sufriendo tanto.
Érika no respondió. Desempacó su violonchelo, sus movimientos rígidos y robóticos. Sus manos se sentían como objetos extraños.
-Toca algo para mí -ordenó Diamante.
Érika comenzó a tocar. La música era hueca, desprovista de la pasión que una vez vertía en cada nota. Era solo sonido.
-Más sentimiento, querida -dijo Diamante después de unos minutos, una sonrisa cruel jugando en sus labios-. Toca como si lo sintieras. Toca hasta que te sangren los dedos.
Los ojos de Érika se dispararon hacia Álex. Él estaba allí, su rostro impasible, una estatua tallada en culpa y traición. Hizo un leve, casi imperceptible asentimiento. *Hazlo*.
Así que tocó. Tocó más fuerte, más rápido, las cuerdas mordiendo las suaves yemas de sus dedos. Ignoró el escozor, el dolor creciente en sus manos y muñecas. Pasó una hora. Luego dos.
La música se volvió frenética, discordante. Sus dedos estaban en carne viva, la piel abriéndose. Pequeñas gotas de sangre aparecieron en las cuerdas, manchando la madera de su amado violonchelo.
-Para -dijo Diamante finalmente, su voz teñida de diversión.
Las manos de Érika cayeron a sus costados, temblorosas y ensangrentadas. No podía sentir las yemas de sus dedos.
Diamante se levantó y se acercó, inspeccionando las manos de Érika con una curiosidad clínica.
-Oh, cielos. Mira eso. Las has arruinado. -Miró a Álex-. Realmente te ama, para hacer eso por mí.
La mandíbula de Álex estaba tensa, pero no dijo nada. Observó cómo Diamante tomaba un paño y limpiaba la sangre del violonchelo, sus movimientos lentos y deliberados.
-Creo -dijo Diamante, mirando a Érika con ojos fríos y triunfantes-, que este instrumento es demasiado precioso para ti ahora. -Pasó una uña manicurada sobre las cuerdas, que habían sido pedidas especialmente y eran conocidas por su dureza. Estaban diseñadas para dar volumen, no para ser cómodas-. Álex, sé un encanto y encárgate de esto por mí.
Álex tomó el violonchelo de su soporte. Caminó hacia la chimenea sin decir palabra, y con un solo movimiento violento, estrelló el instrumento contra el mármol. La madera se astilló, el mástil se partió con un sonido como el de un hueso rompiéndose.
Érika observó la muerte de su música, la muerte de su pasión, y no sintió nada más que un vasto y frío vacío.
Álex volvió a su lado.
-Ya se siente mejor -dijo, su voz un murmullo bajo-. ¿Ves? Valió la pena.
Tomó sus manos sangrantes entre las suyas, su tacto ahora suave, una parodia grotesca de un esposo cariñoso.
-Te llevaré a casa. Te limpiaré esto.
Érika miró sus manos arruinadas, los restos de su violonchelo en la chimenea. Miró el rostro de Álex, al hombre que acababa de presenciar cómo su mundo era destruido para el consuelo de otra mujer.
-¿Por qué? -preguntó, su voz apenas un susurro.
-Para pagar la deuda -dijo él, como si fuera la única respuesta que importara-. Tenemos que pagar la deuda.