-No se preocupe, estoy bien -respondió ella, llevándose una mano al pecho, tratando de controlar su respiración.
El hombre la observó por unos segundos, y al notar que se había calmado, le permitió el paso. Como siempre, le entregó una mascarilla y le deseó buena suerte.
Meraki caminó con familiaridad por los pasillos del hospital, como si fuera su segundo hogar. Subió las escaleras hasta el segundo piso, tomó el pasillo de la derecha y se detuvo frente a la habitación doscientos dos. Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que estuvo en casa con su madre. Ya no lo recordaba. Apesar de que no fuera tanto tiempo así se sentía.
Tomó aire, giró la manilla y entró. La imagen que encontró dentro le oprimió el pecho, como cada día. Su madre, postrada en aquella cama, era una sombra de la mujer que había sido. Su piel antes radiante ahora parecía marchita, su cuerpo delgado, su rostro apagado, como una flor perdiendo su vida. Pero, para Meraki, seguía siendo la mujer más hermosa del mundo.
Dos lágrimas silenciosas recorrieron sus mejillas. No podía contenerlas más.
-No llores -dijo su madre con voz rasposa, apenas audible.
-¡Mamá! Te desperté, perdóname. ¿Cómo te sientes? -preguntó, acercándose rápidamente.
La mujer la miró con tristeza. Si tan solo fuera más fuerte, su pequeña estrella no tendría que pasar por todo esto.
-Ayúdame -susurró, haciendo ademán de levantarse.
-No inventes, mamá -saltó a ayudarla. Con una mano en su espalda y la otra en su hombro, la incorporó con cuidado.
-Todo estará bien -susurró su madre, rozando su oído.
Meraki no pudo evitarlo. Se aferró a ella, abrazándola con fuerza, llenando su rostro de besos.
-Claro que todo estará bien.
Como cada tarde, pasaron el tiempo juntas, hablando de todo y de nada. Se aferraban a esos momentos, aunque fueran cortos
-Meraki, y la universidad... ¿sigues siendo la mejor de la clase? -preguntó su madre, con esa voz que cada día se hacía más débil.
Meraki sintió un nudo en el estómago. No podía decirle la verdad. No podía confesarle que había dejado de estudiar para trabajar en dos empleos, que apenas dormía, que su vida se reducía a cuidar de ella y pagar las facturas.
-Excelente, la mejor como siempre -mintió, forzando una sonrisa.
Su madre la miró con orgullo y sonrió mientras comía unas frutas que Meraki le había picado. No podía decirle que su vida social era inexistente, que solo trabajaba y trabajaba. Decírselo haría que su madre se sintiera culpable, y eso era lo último que quería.
Se sentó a su lado y su madre arqueó una ceja con picardía.
-No te daré frutas -dijo, fingiendo un puchero.
-¡Pichirre! -exclamó Meraki, inflando los cachetes.
Ambas rieron. A pesar de todo, a pesar de la enfermedad y la angustia, todavía podían reír.
El tiempo de visita terminó demasiado rápido. Meraki besó a su madre y salió de la habitación. Al cerrar la puerta, la realidad la golpeó de nuevo como un muro de concreto. Bajó hasta la salida, se despidió del guardia y se dirigió a casa.
Allí, apenas tuvo tiempo de cambiarse antes de salir a trabajar. En las noches era mesera en un restaurante de seis a doce, y luego corría al bar donde trabajaba como bartender de una a seis de la mañana. Había hecho de todo: auxiliar de enfermería, ayudante de panadería, de cocina, de carpintería... cualquier trabajo que le diera un mejor sueldo para pagar las facturas médicas de su madre.
Antes de salir, tomó un portarretrato con una foto de ambas.
-No podemos cambiar el pasado, mamá... pero te prometo que tendremos un futuro juntas -susurró.
**El Encuentro**
-¡Meraki, dos cócteles para la mesa dos!
-¡Voy! -respondió, agotada.
Apenas eran las diez de la noche y ya sentía que su cuerpo iba a colapsar. Tomó la bandeja con los pedidos y se dirigió a la mesa. Sin embargo, de repente, la visión se le nubló.
-Estoy mareada... -pensó, tambaleándose.
Intentó seguir avanzando, pero su equilibrio falló. De pronto, todo se volvió negro y lo siguiente que sintió fue un golpe seco contra el suelo. El sonido de copas y bandejas rompiéndose resonó en el restaurante.
-¡Perdón! -logró decir, incorporándose rápidamente.
Cuando levantó la vista, su corazón dio un vuelco.
Frente a ella, manchado de cócteles, estaba el hombre más impresionante que había visto en su vida. Alto, de complexión fuerte, cabello lacio y oscuro, con gotas de agua escurriendo por su rostro hasta su mandíbula cincelada. Pero lo que realmente la atrapó fueron sus ojos: grises, penetrantes y... furiosos.
-¿Qué demonios te pasa? -espetó con voz grave y fría.
Su tono la irritó al instante.
-Te pedí disculpas, ¿o no escuchaste? -respondió desafiante.
Él la miró con desdén.
-Por eso odio los restaurantes de tercera -murmuró entre dientes.
Su arrogancia la hizo hervir de rabia. Sin embargo, antes de que pudiera responder, sintió un fuerte tirón en su cabello.
-¡Meraki! -exclamó la encargada, obligándola a bajar la cabeza en señal de disculpa-. Perdóneme, señor. Esta ignorante no sabe con quién está tratando. Por favor, disculpe.
Meraki sintió una furia ciega.
El hombre suspiró con fastidio
la encargada apenada tomo una servilleta
-Ni se te ocurra tocar mi camisa con esa baratija -dijo con desprecio-. Con lo que cuesta, podría comprar dos restaurantes mejores que este.
La encargada sonrió nerviosamente.
-Por supuesto, señor. Permítanos ofrecerle lo mejor de la casa como compensación.
Él la ignoró y, en cambio, clavó sus ojos fríos en Meraki.
-Quiero que se disculpe como es debido. De rodillas.
El silencio en el restaurante fue inmediato. Todos dejaron de hablar.
Meraki levantó la cabeza de golpe. ¿Había escuchado bien? ¿Ese imbécil quería que se arrodillara?
-Sueña -espetó con rabia, sosteniéndole la mirada sin miedo.
Su desprecio le daba náuseas.
De repente, una carcajada resonó en el ambiente. Una risa aguda y descontrolada.
-Eres increíble, Kalon -dijo una voz divertida-. Creo que esta vez no será como siempre, primito.
Meraki se giró. Un hombre de sonrisa burlona y una apariencia igual de arrogante que atractiva observaba la escena con evidente diversión. Por lo visto, Dios no había escatimado en belleza con estos hombres.
La encargada, visiblemente alterada, la tomó del brazo con desesperación.
-¡Arrodíllate! No voy a perder mi restaurante por tu ignorancia -susurró entre dientes, intentando no hacer aún más escándalo.
Meraki sintió que la sangre le hervía. ¿Arrodillarse? ¿Dónde quedaba su dignidad?
-No -respondió con firmeza, clavando su mirada en Kalon, aquel hombre insoportable que la observaba con altanería.
-Si no lo haces, estás despedida.
Las palabras de la encargada la golpearon como un balde de agua fría.
-¿Qué? -exclamó, incrédula.
Era una de las mejores empleadas del restaurante, siempre puntual, eficiente, dedicada. Y ahora la estaban echando por negarse a humillarse frente a un hombre que claramente disfrutaba haciéndola sentir inferior.
Estuvo a punto de mandar todo al diablo, de alzar la voz y defenderse, pero entonces, en su mente apareció la imagen de su madre. Postrada en una cama, frágil y dependiente de los costosos tratamientos que Meraki apenas podía costear.
No. No podía perder este empleo. No ahora.
Su estómago se revolvió con repulsión mientras desviaba la mirada hacia Kalon. Él seguía allí, erguido, imponente, con esa expresión de superioridad que hacía que le hirviera la sangre.
Inspiró profundamente, tragándose su orgullo como si fuera veneno.
Sin apartar los ojos de los suyos, comenzó a inclinarse lentamente. Primero una rodilla. Luego la otra.
El aire a su alrededor pareció volverse denso, cargado de tensión.
-Lo siento, señor -pronunció con voz firme, tajante, llena de odio.
Pudo ver cómo sus palabras lo sorprendieron por un instante. Su rostro permaneció inmutable, pero algo en su mirada cambió. Hubo un destello efímero, una chispa de asombro... ¿o era satisfacción? Tal vez incluso algo más oscuro.
-No estoy seguro de si ganaste, Kalon -intervino el hombre de la sonrisa burlona, con un tono de diversión mal disimulada-. Pero esto... definitivamente es interesante.
Kalon no respondió de inmediato. Simplemente la observó, con aquella mirada sexy e intensa que la hacía sentir atrapada.