El Engaño del Esposo, el Despertar de la Esposa
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El Engaño del Esposo, el Despertar de la Esposa

Gavin
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Capítulo 1

Esta fue la tercera vez que intenté suicidarme. En cada ocasión, mi cuñado, Damián Garza, me encontró y me salvó.

Pero entonces, encontré su reloj, un Patek Philippe que yo había encargado para mi esposo, Eduardo, a quien daban por muerto en un accidente aéreo. El grabado en la parte trasera decía: "E&E, Para Siempre". El corazón se me detuvo. ¿Por qué Damián tenía el reloj de Eduardo?

Un pavor helado me recorrió el cuerpo. Tenía que saberlo. Tenía que descubrir la verdad. Salí a trompicones de mi habitación del hospital y escuché voces desde la sala de espera. Era Karla, la prometida embarazada de Damián, y una voz de hombre que conocía mejor que la mía. Era la voz de Eduardo.

Me asomé por la esquina. "Damián" sostenía a Karla en sus brazos. "Eduardo, ¿y si se entera?", susurró Karla. "¿Y si se da cuenta de que no eres Damián?". "No lo hará", dijo Eduardo, con la voz fría e indiferente. "Su dolor es demasiado profundo. Ve lo que quiere ver".

El hombre que me había salvado del suicidio, el hombre que creía que era mi cuñado, era mi esposo. Mi esposo, vivo y respirando. Y me había visto sufrir, dejándome ahogar en el dolor, todo por la prometida de su hermano muerto.

Mi mundo entero había sido una mentira. Una broma cruel y retorcida. Pero entonces, un nuevo pensamiento, frío y afilado, atravesó mi dolor. Una escapatoria. Sería lo suficientemente fuerte para destruirlo.

Capítulo 1

Esta fue la tercera vez que intenté suicidarme.

La primera vez, usé pastillas para dormir. La segunda, me corté las venas. En cada ocasión, mi cuñado, Damián Garza, me encontró y me salvó.

Esta vez, estaba de pie en el balcón de la mansión de la familia Garza, el viento azotando mi cabello contra mi cara. La caída era larga.

Justo cuando estaba a punto de saltar, un brazo fuerte me rodeó la cintura y me jaló hacia atrás.

La voz de Damián sonaba áspera por el agotamiento. "Elena, para ya".

Desperté en la habitación blanca y austera de un hospital. El olor a desinfectante me llenaba la nariz.

La puerta se abrió y entró Damián, con el rostro demacrado y cansado. Karla Aguirre, su prometida embarazada, lo seguía, con la mano apoyada protectoramente sobre su vientre.

"Elena, ¿cuántas veces más?", la voz de Damián era baja, llena de un hastío que me caló hondo. "Eduardo ya no está. Tienes que aceptarlo".

Me quedé mirando el techo, en silencio. Tenía un nudo en la garganta que no me dejaba hablar.

Karla se adelantó, su voz suave y gentil. "Elena, todos estamos de duelo. Pero también tienes que pensar en nosotros. Damián está agotado. Yo estoy embarazada. No podemos seguir pasando por esto".

Permanecí en silencio. Sus palabras eran solo ruido, desvaneciéndose en el fondo de mi inmenso dolor.

Damián extendió la mano como para tocar mi hombro, pero luego la dejó caer. Suspiró, un sonido de completa derrota.

"Solo descansa un poco, Elena".

Se dio la vuelta y salió de la habitación, con Karla siguiéndolo de cerca, su mano en la de él. La puerta se cerró con un clic, dejándome sola en el silencio.

Fue entonces cuando el dolor me golpeó de nuevo, un peso físico que me oprimía el pecho.

Mis ojos vagaron hacia la ventana. Afuera, un majestuoso encino se erguía contra el cielo, sus hojas susurrando con el viento.

Recordé un día con Eduardo, mi esposo, bajo ese mismo árbol. Habíamos hecho un picnic.

Me había pelado una mandarina con cuidado, asegurándose de quitarle todo el gabazo blanco porque sabía que lo odiaba.

Otra vez, llenó nuestra habitación con cientos de gardenias, mi flor favorita, solo porque había tenido un mal día en la galería de arte.

Las lágrimas corrían silenciosamente por mis mejillas.

¿Cómo una vida tan llena de amor y felicidad se había convertido en esta existencia vacía y gris?

El noticiero dijo que su avión privado se había estrellado en la Sierra Madre. Una tormenta repentina.

Solo encontraron un sobreviviente: su hermano menor, Damián. Eduardo, el célebre magnate de la tecnología, mi esposo, fue dado por muerto.

No podía aceptarlo. No lo haría.

El mundo sin Eduardo era un mundo sin color, sin sentido. Había intentado seguirlo.

La vida ya no tenía caso.

Un impulso repentino me movió. Tenía que salir de esta cama, de esta habitación.

Al bajar las piernas por el costado de la cama, mi pie golpeó algo en el suelo. Era el saco de un hombre. Damián debió haberlo dejado.

Me agaché para recogerlo, y algo pesado en el bolsillo se deslizó y cayó al suelo con un golpe sordo. Un reloj.

Se me paró el corazón.

Conocía ese reloj. Era un Patek Philippe que había encargado para el cumpleaños número 30 de Eduardo. Me tomó dos años y un viaje a una comunidad remota en la sierra para que un maestro artesano Wixárika bendijera el metal.

Mis dedos temblaron al recogerlo.

En la parte trasera, el grabado personalizado era inconfundible: "E&E, Para Siempre".

Todo mi cuerpo empezó a temblar. ¿Por qué Damián tenía el reloj de Eduardo? El reloj que Eduardo nunca se quitaba.

Un pavor helado me recorrió el cuerpo. Tenía que saberlo. Tenía que descubrir la verdad.

Me levanté y salí de la habitación, con las piernas temblorosas.

Al final del pasillo, escuché voces provenientes de una sala de espera vacía. Me detuve, oculta por la esquina.

"...no puedo creer que lo intentara de nuevo. Es tan frágil". Era la voz de Karla, pero sin la gentileza. Era cortante, fastidiada.

"Es más fuerte de lo que crees", respondió una voz de hombre. Una voz que conocía mejor que la mía.

Se me heló la sangre. Mi cuerpo se quedó completamente inmóvil.

Era la voz de Eduardo.

Me asomé por la esquina. "Damián" estaba de espaldas a mí, sosteniendo a Karla en sus brazos.

"Eduardo, ¿y si se entera?", susurró Karla, con la cabeza en su pecho. "¿Y si se da cuenta de que no eres Damián?".

"No lo hará", dijo Eduardo, con la voz fría e indiferente. "Su dolor es demasiado profundo. Ve lo que quiere ver. Y esto es lo que Damián hubiera querido. Me pidió que cuidara de ti y del bebé".

"Es que me preocupo", murmuró Karla, acurrucándose más. "No puedo perderte a ti ni a esta vida".

Las lágrimas nublaron mi visión, silenciosas y calientes.

Regresé a mi habitación a trompicones, con la mano apretada contra la boca para ahogar un sollozo.

El hombre que me había salvado del suicidio, el hombre que creía que era mi cuñado, era mi esposo. Mi esposo, vivo y respirando.

Y me había visto sufrir. Me había dejado ahogar en el dolor, creyendo que yo era una muñeca frágil que podía manipular. Todo por la prometida de su hermano muerto.

Caí sobre la cama, los sollozos finalmente se liberaron, crudos y agonizantes. Mi mundo entero había sido una mentira. Una broma cruel y retorcida.

Mi teléfono, sobre la mesita de noche, sonó de repente. Lo miré, mis lágrimas se detuvieron por un momento. Era mi madre.

Contesté, mi voz un susurro ronco.

"Elena, ¿mija? ¿Estás bien? Me enteré de lo que pasó".

No podía hablar, solo escuchaba su voz preocupada.

"Elena, sé que es difícil escuchar esto", dijo con cautela, "pero tal vez... tal vez es hora de pensar en seguir adelante. Todavía eres joven".

Guardé silencio, mi mente dando vueltas por la traición.

"Daniel Campos volvió a llamar", continuó mi madre, sin saber la bomba que estaba soltando. "Ha estado preguntando por ti durante meses. Es un hombre tan bueno, Elena. Tan exitoso. Y su familia planea mudarse a Europa permanentemente".

Europa. Lejos de aquí. Lejos de este infierno.

Un nuevo pensamiento, frío y afilado, atravesó mi dolor. Una escapatoria.

"Mamá", dije, mi voz sorprendentemente firme.

"¿Sí, mija?".

"Dile a Daniel que lo veré".

Mi madre se quedó en silencio por un momento, atónita. "¿De verdad? Elena, ¿estás segura?".

"Estoy segura", dije, mi voz dura como el acero. "Dile que estoy lista para empezar de nuevo. Pero él tiene que encargarse de todo. Los papeles del divorcio, la mudanza. Todo".

Terminé la llamada antes de que pudiera interrogarme más.

Mis ojos se posaron en el reloj en mi mano. El grabado brillaba en la penumbra. "E&E, Para Siempre".

Una risa amarga se escapó de mis labios.

El para siempre se había acabado.

¿Querías que fuera fuerte, Eduardo? pensé, mis dedos apretando el reloj. Bien. Lo seré. Lo suficientemente fuerte para destruirte.

            
            

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