Damián estaba... ganando. No lo decía en voz alta, pero lo sentía en cada reunión, en cada correo, en cada movimiento calculado que hacía. Yo daba un paso y él daba tres. Cambiaba políticas, despedía gente que llevaba años en la empresa, cortaba presupuestos que yo había peleado durante meses. Y cada vez que intentaba frenarlo, él encontraba la forma de anularme.
Mi secretaria, Carla hacía lo que podía para animarme. Entraba a mi oficina con café, dejaba notas con frases inspiradoras, incluso me traía chocolates como si yo fuera una niña que necesitaba premios para no llorar.
-Vamos, Valeria, todavía tienes cartas que jugar -me dijo esa tarde, dejando una carpeta sobre mi escritorio-. He visto cómo manejas reuniones imposibles. Tú puedes con esto.
Yo asentí, pero no creía una palabra.
-Gracias, Carla... pero esto no es una reunión difícil. Esto es una guerra, y él tiene todas las armas.
Ella apretó los labios, sabiendo que no podía discutir.
-No subestimes el poder de la resistencia.
Resistencia... qué palabra tan bonita para describir el ahogarse lentamente.
Cuando se fue, me quedé sola con el silencio. El sol se filtraba por las cortinas, iluminando los cuadros que mi padre había colgado en las paredes. Sentí un nudo en la garganta. No podía evitar pensar en él, en cómo me miraría ahora, viendo lo que estaba pasando.
Y fue entonces cuando me derrumbé.
Las lágrimas llegaron sin avisar, calientes y rabiosas, manchando los papeles que tenía delante. Me cubrí la cara con las manos, intentando no sollozar tan fuerte, pero ya era tarde. Me había fallado a mí misma, a mi padre, a su legado. Y lo peor... a todas las personas que habían confiado en nosotros.
En un impulso, abrí el cajón inferior de mi escritorio. Allí estaba, como siempre, la botella de whisky que guardaba "para emergencias". Nunca pensé que la emergencia sería yo misma.
Desenrosqué la tapa y di el primer trago. Quemó. Sentí el calor bajar por mi garganta, pero no detuve la mano. Segundo trago. Tercero.
No sé en qué momento me levanté, tambaleándome un poco, con la botella aún en la mano. La luz en el pasillo era tenue, y el sonido de mis tacones resonaba como golpes secos contra el piso. No tenía un plan. No había pensado qué iba a decir. Solo sabía que necesitaba verlo. Necesitaba que supiera lo que estaba haciendo conmigo.
Abrí la puerta de su oficina sin tocar.
Damián estaba sentado frente a su escritorio, la chaqueta colgada en el respaldo de la silla, las mangas de la camisa arremangadas, revisando unos documentos. Giró la cabeza lentamente al escucharme entrar.
-Vaya... -dijo, arqueando una ceja-. ¿A qué debo el honor de esta visita nocturna?
Me apoyé en el marco de la puerta, apretando la botella contra mi costado.
-Eres un maldito demonio.
Él dejó la pluma sobre la mesa, inclinándose hacia atrás en su silla.
-Curiosa forma de iniciar una conversación.
-Has destrozado todo -seguí, mi voz más alta de lo que esperaba-. Cada cambio, cada despido, cada proyecto cancelado... estás arruinando la empresa. Mi empresa.
-Nuestra empresa -corrigió con calma.
-¡No digas eso! -avancé un paso, sintiendo la rabia subir-. Esto no es tuyo. Es el legado de mi padre, lo único que me queda de él, y lo estás usando como tu maldito tablero de juego.
Su mirada bajó a la botella que llevaba en la mano.
-Estás borracha.
-Y tú eres un monstruo.
-Y, sin embargo, aquí estás, en mi oficina, en medio de la noche, buscándome.
-Porque tenía que verte la cara cuando te digo que eres la peor decisión que he permitido entrar en mi vida.
-¿Permitir? -repitió con una sonrisa ladeada-. Yo no pedí permiso.
-Exacto -escupí-. Llegaste como una plaga y te metiste en todo. Te metiste en mis planes, en mi empresa... y en mi cabeza.
Hubo un segundo de silencio. Él se puso de pie. Era demasiado alto, demasiado imponente para que yo me sintiera cómoda, pero no retrocedí.
-Valeria -dijo despacio, como si mi nombre fuera un arma-. No vengas a mi oficina si no estás lista para escuchar verdades.
-Ya escuché suficientes.
-No, lo que hiciste fue escuchar lo que querías para seguir viéndome como el villano.
-¡Porque lo eres!
-Soy lo que necesito ser para ganar -su voz se endureció-. Y tú deberías saberlo.
-¿Ganar qué? ¿Mi rendición? -pregunté, sintiendo el calor del alcohol mezclarse con la rabia-. Pues felicidades, me tienes aquí, pero no porque hayas ganado. Es porque estoy cansada.
Me temblaban las manos. Él las miró, y en un gesto rápido me quitó la botella.
-Ya es suficiente -dijo, colocándola sobre la mesa.
-No me des órdenes.
-Te estoy salvando de ti misma.
-No necesito que me salves.
-No digas estupideces, Valeria -su voz bajó un tono más, grave-. Sí lo necesitas.
No supe qué responder. El mundo giró un poco y el peso en mis piernas se volvió insoportable. Antes de que pudiera entender qué pasaba, todo se volvió negro.
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Cuando abrí los ojos, lo primero que sentí fue una luz tenue colándose por una ventana grande. No estaba en mi oficina. Ni siquiera en mi casa. La cama era demasiado amplia, las sábanas demasiado suaves. Me incorporé lentamente, pero mi corazón empezó a golpearme el pecho con fuerza.
-¿Dónde...? -murmuré, mirando alrededor.
Un cuarto moderno, tonos oscuros, una estantería con libros, un sofá pequeño al fondo. Y entonces el pánico me golpeó. No reconocía nada. No sabía cómo había llegado.
La respiración se me aceleró. Sentí las manos sudorosas, el aire escaseando. Me levanté de golpe, buscando una puerta, algo que me dijera dónde estaba.
-Valeria.
Giré y lo vi. Damián estaba en el marco de la puerta, descalzo, con un pantalón de chándal gris y sin camisa. Su pelo estaba un poco revuelto, como si acabara de levantarse.
-No... no -dije, retrocediendo-. ¿Dónde estoy? ¿Qué hiciste?
-Cálmate.
-¡No me digas que me calme! -mi voz tembló-. ¿Qué hiciste conmigo?
-Te desmayaste en mi oficina. Te traje aquí porque estabas demasiado mal para llevarte a tu casa.
-¿Aquí dónde?
-Mi casa.
Sentí que el suelo se movía bajo mis pies. El pánico subía por mi garganta. Él lo notó y cruzó la habitación hacia mí.
-No me toques -advertí, levantando una mano.
-Estás teniendo un ataque -dijo, su tono firme pero no duro-. Respira.
-No... no puedo...
-Mírame -ordenó. Y cuando sus ojos atraparon los míos, su voz bajó-. Respira conmigo.
Me tomó las manos, y aunque quería apartarme, el calor de su piel y la fuerza con la que me sostuvo me anclaron.
-Inhala. -Él respiró profundo. Yo intenté imitarlo.
-Exhala. -Su voz era lenta, casi hipnótica.
Lo repetimos varias veces hasta que mi respiración dejó de ser un jadeo desesperado y se volvió más estable.
-Eso es... -murmuró, sin soltarme-. Ya pasó.
Me di cuenta de lo cerca que estábamos. Su pecho desnudo subía y bajaba frente a mí. Me soltó una mano para apartarme un mechón de pelo de la cara.
-No tienes que cargar con todo sola.
-Es mi empresa. Es mi responsabilidad -dije, todavía con la voz quebrada.
-O podrías dejar de matarte poco a poco intentando salvarla sola.
-¿Y qué? ¿Dejar que tú la conviertas en lo que quieras?
-No -sus ojos brillaron con algo que no supe identificar-. Compartirla conmigo.
Fruncí el ceño.
-¿Compartirla?
-Quiero un acuerdo.
-¿Qué clase de acuerdo?
Se inclinó un poco, bajando la voz como si me estuviera confiando un secreto prohibido.
-Casarnos.
Lo miré sin parpadear.
-¿Te has vuelto loco?
-Es una propuesta racional. Si estamos casados, combinamos acciones, evitamos disputas públicas, y presentaremos una imagen sólida ante inversores.
-¿Eso es todo para ti? ¿Una estrategia de negocios?
-No. -Sonrió apenas-. También es una estrategia para ti.
-¿Para mí?
-Si aceptas, mantendrás control sobre la empresa. Y yo mantendré control sobre ti... en la medida en que me dejes.
-Eres... imposible.
-Y tú estás sin opciones.
No respondí. No podía. Su mirada estaba fija en la mía, esperando, como si ya supiera que iba a decir que sí tarde o temprano.