Bajé las escaleras a trompicones, pasando junto a ellos, cada paso una agonía. Salí al jardín mientras una llovizna fría comenzaba a caer. Me arrodillé junto a Beto, mis manos flotando sobre su forma rota, con miedo de tocarlo, de confirmar lo que ya sabía.
Sus ojos estaban abiertos, vidriosos. Se había ido.
Los sollozos sacudieron mi cuerpo, violentos y silenciosos. Me quité la chamarra y lo envolví suavemente en ella. Lo llevé hasta el viejo roble al borde de la propiedad, el lugar donde solíamos jugar.
Con mis propias manos, cavé. La tierra fría y húmeda se acumulaba bajo mis uñas. La lluvia me pegaba el pelo al cráneo. Cavé hasta que mis dedos estuvieron en carne viva y sangrando.
Lo deposité en la tumba poco profunda.
"Lo siento, amigo", susurré, mi voz quebrándose. "Siento mucho no haber podido protegerte".
Regresé a la casa, empapado y temblando, mi corazón una caverna hueca en mi pecho. Horacio estaba sentado en el sofá, con una bolsa de hielo en la cara, siendo atendido por una empleada. Carlota no estaba por ningún lado.
Me vio y sus ojos brillaron. "¿Te sientes mejor ahora que has tenido tu berrinche?".
Simplemente pasé de largo.
Más tarde esa noche, comenzó la verdadera tortura. Fue una serie de pequeños y crueles cortes.
Horacio "accidentalmente" derramó una taza de café hirviendo en mi mano mientras pasaba a su lado en la cocina.
"Oh, qué torpe soy", dijo, sin una pizca de remordimiento.
Grité, retirando la mano. La piel ya estaba roja y ampollada.
Carlota entró en ese preciso momento. Por una fracción de segundo, vi un destello de preocupación en sus ojos, la vieja Carlota que habría corrido por el botiquín de primeros auxilios.
"Mi amor, me vuelve a palpitar la nariz", gimió Horacio, cortando la reacción de ella. "¿Podrías traerme más hielo?".
Su atención se centró en él. La preocupación por mí se desvaneció. "Por supuesto, cariño".
Me dio la espalda, su atención completamente en él, dejándome para que me pusiera la mano quemada bajo el agua fría, el dolor un eco sordo de la herida abierta en mi alma.
Eso es todo. Ese es el momento en que supe con certeza. No quedaba nada para mí aquí. Ninguna esperanza de ser visto, de ser entendido.
Soy un fantasma en mi propia casa.
Fui a mi nueva y pequeña habitación y saqué mi maleta. Empaqué metódicamente. Unos cuantos cambios de ropa. Un libro de bolsillo gastado. La carta de aceptación.
El mayordomo de la casa, un anciano amable llamado Arturo que había estado con Carlota durante décadas, me encontró junto a la puerta.
"¿Joven Álex? ¿A dónde va?", preguntó, con el rostro surcado de preocupación.
"Me voy, Arturo", dije. "Me voy a la universidad".
"Pero... ¿la señorita Mayo lo sabe?".
"Es mejor así", le dije, entregándole un pequeño sobre sellado. "Por favor... solo asegúrese de que reciba esto. Pero no hoy. Quizás en una semana".
Miró el sobre, luego a mí, con los ojos tristes. Él lo sabe. Lo ha visto todo.
"Cuídese mucho, hijo", dijo en voz baja.
Asentí, incapaz de hablar más allá del nudo en mi garganta.
Salí por la puerta sin mirar atrás. Pero no fui al aeropuerto. Todavía no.
Tomé un taxi al juzgado de lo familiar.
El edificio era frío e impersonal. Me acerqué a la ventanilla del secretario.
"Necesito solicitar una adopción de mayor de edad", dije, con voz firme.
El secretario me miró, luego los formularios. Vio mi nombre, Alejandro Meléndez, y el nombre de la madre adoptiva, Carlota Mayo. Vio el documento de poder notarial, firmado por Carlota años atrás, que me daba control sobre mis asuntos educativos y legales una vez que cumpliera dieciocho. Un documento nacido de la confianza, ahora un arma de ruptura.
"¿Estás seguro de esto, muchacho?", preguntó, con un toque de amabilidad en su voz.
Pensé en el rostro de Carlota, torcido por el asco. Pensé en el cuerpo de Beto sobre la piedra fría. Pensé en la sonrisa triunfante de Horacio.
"Nunca he estado más seguro de nada en mi vida", dije.
Firmé los papeles. La pluma se sentía pesada en mi mano. Le devolví los documentos al secretario.
Los selló. Un sonido duro y final.
Estaba hecho.
Ya no soy Alejandro Meléndez, el protegido obsesivo. Soy Alejandro Mayo, su hijo. Un título que erige un muro inquebrantable entre nosotros, un regalo final y doloroso que la obligará a verme no como un pretendiente, sino como familia. Un límite que ella puede entender.
Es lo más cruel y lo más amable que he hecho en mi vida.