El silencio que siguió a la llamada fantasma fue más estridente que cualquier ruido. Amanda y yo nos quedamos mirando el teléfono inerte en mi mano, como si fuera un artefacto explosivo que hubiera decidido, de momento, no detonar.
-Esto es... esto es acoso, Clara -dijo Amanda, rompiendo el hechizo de horror. Su voz sonaba temblorosa, la bravura de hace un momento drenada por el escalofriante mensaje implícito de la llamada-. Y es poderoso. No podemos ignorarlo.
-¿Reportarlo a la policía? -pregunté, sin convicción. Ya lo habíamos descartado. Sin pruebas, sonaría a paranoia. O a algo peor, si Romina se enteraba.
-No -dijo Amanda, mordiéndose el labio-. No todavía. Pero no puedes quedarte aquí sola esta noche.
-No voy a dejar mi casa -respondí, con más firmeza de la que sentía. Huir sería admitir que tenía el control. Y aunque quizá lo tuviera, no estaba dispuesta a concedérselo tan fácilmente.
-Entonces yo me quedo -declaró, y no había espacio para discusión en su tono.
No protesté. La verdad era que la idea de quedarme sola, con cada crujido del edificio sonando como unos pasos acercándose, me aterrorizaba.
Pasamos la noche como dos náufragas en mi sofá, con las luces encendidas y la televisión emitiendo en voz baja una comedia romántica que ninguna veía. Amanda intentó hablar de otras cosas, de trabajo, de planes futuros, pero la conversación siempre volvía, como un río encontrando su cauce, a él. A los hombres de negro. A la herida de bala. A la mirada que lo grababa todo.
-Mañana -dijo Amanda, ya con la voz ronca por el cansancio-, en el hospital, hablamos con Larra. Sin detalles. Solo... una inquietud. Que sientes que el paciente VIP tiene un interés personal inapropiado. Que su seguridad te intimida. Larra es un hijo de puta, pero es profesional. No le hará gracia que acosen a su personal.
Asentí. Era un plan. Débil, pero era algo a lo que aferrarse. La normalidad del hospital, la cadena de mando. Tenía que funcionar.
El sueño fue esquivo y lleno de imágenes fracturadas: la sonrisa de Romina transformándose en la mirada intensa de Félix, el sonido del buscapersonas mezclándose con el de un disparo, la sensación de caer en un pozo sin fondo del que un par de ojos oscuros me observaban.
La mañana llegó gris y cansada. Amanda y yo fuimos al hospital en el mismo coche, en un silencio cargado de nerviosismo. Cada teléfono que sonaba en la calle me hacía estremecer.
El HUSA nos recibió con su bullicio habitual, pero hoy me sentí como una intrusa. Cada mirada de un colega me parecía cargada de conocimiento, de juicio. ¿Habría llegado ya el rumor de mi "admirador poderoso" a todos los oídos?
Romina estaba en la estación de enfermería, impecable como siempre. Su sonrisa al verme fue un filo perfectamente afilado.
-Buenos días, Clara. ¿Descansaste bien? -preguntó, con una dulzura que goteaba ironía-. Se te ve un poco pálida. Las noches agitadas suelen pasar factura.
Ignoré el comentario y me dirigí directamente a mi taquilla. Necesitaba la bata. Necesitaba el uniforme. Necesitaba la coraza de Clara Montalbán, doctora.
-Aguanta -murmuró Amanda a mi lado-. Hoy hablamos con Larra.
Asentí. Era la meta. Aguantar hasta entonces.
El turno comenzó. Intenté sumergirme en la rutina: rondas, indicaciones, firmas. Pero mi mente estaba dividida. Una parte de mí monitoreaba a los pacientes, leía gráficas, daba órdenes. La otra parte, hiperalerta, escaneaba constantemente el pasillo, buscando a los trajes, esperando... no sabía qué.
A media mañana, llegó el momento. Vi a Octavio Larra salir de su oficina, dirigiéndose hacia el ala de consultas. Era mi oportunidad.
-Voy -le dije a Amanda.
Ella me apretó el brazo.
-Suerte.
Caminé por el pasillo, esquivando carros y celadores, sintiendo cómo la ansiedad trepaba por mi garganta. ¿Cómo se decía esto? "Disculpe, doctor, creo que el paciente balaceado se ha obsesionado conmigo y sus guardaespaldas me dan miedo." Sonaba a locura.
Justo cuando estaba a unos metros de él, sonó el buscapersonas de Larra. Lo miró, frunció el ceño y giró sobre sus talones, cambiando de dirección hacia la UCI. Mi corazón se hundió. La oportunidad se esfumaba.
-Doctor Larra -llamé, pero mi voz se perdió en el ruido de una máquina de rayos X que pasaba.
Frustrada, me detuve. Tendría que esperar. Me apoyé contra la pared, sintiendo el frío del yeso a través de la bata. Cerré los ojos un segundo, buscando calma.
Cuando los abrí, uno de los trajes estaba allí.
No había llegado caminando. Simplemente estaba allí, de pie, a unos tres metros de distancia, apoyado en la jamba de una puerta que daba a una sala de almacenamiento vacía. No me miraba directamente. Su mirada estaba perdida en el pasillo, como si estuviera de guardia. Pero su posición era perfecta. Me estaba bloqueando el camino. O, más precisamente, me estaba enmarcando.
Era el más ancho de los dos. Su traje era impecable, caro, y ocultaba cualquier arma que pudiera llevar. Su expresión era neutra, profesional. No había amenaza en su postura. No hacía falta. Su sola presencia, fuera de lugar en ese pasillo del hospital, era el mensaje.
Mi respiración se cortó. Él no hizo ningún movimiento. No hizo falta. Sabía que lo había visto. Sabía que yo entendía.
Él no estaba allí por casualidad. Estaba allí por mí.
Me estaba mostrando que su vigilancia no terminaba en la puerta de la UCI. Que su alcance se extendía por todo el hospital. Que podía aparecer en cualquier lugar, en cualquier momento. Que yo estaba siendo observada.
El pasillo, lleno de gente, de repente se sintió increíblemente vacío. Las voces de las enfermeras, el llanto de un bebé en brazos de su madre, el chirrido de las ruedas de una camilla... todo se desvaneció en un zumbido sordo. Solo existíamos él y yo en ese corredor infinito.
¿Debía confrontarlo? ¿Preguntarle qué quería? ¿Gritar? Pero, ¿y si él simplemente negaba? ¿Si decía que estaba esperando a alguien? ¿Si yo parecía la paranoica, la alterada, justo como Romina quería?
El sonido de unos tacones acercándose a toda prisa rompió el hechizo. Amanda apareció a mi lado, jadeando ligeramente.
-Clara, ahí estás. Necesito que... -Se interrumpió al seguir mi mirada. Su rostro palideció al ver al hombre-. ¿Qué... qué hace él aquí?
-No lo sé -susurré-. Pero no es una coincidencia.
Amanda me agarró del brazo, con una fuerza que casi duele.
-Vámonos de aquí. Ahora.
Me dejé guiar. Di media vuelta y caminé en dirección contraria, sintiendo la picazón de una mirada imaginaria -o no tan imaginaria- en mi espalda. No me volví para comprobarlo. No necesitaba hacerlo. Sabía que todavía estaría allí. Observando.
Cuando doblamos la esquina, me apoyé contra la pared, las piernas débiles.
-Me está vigilando, Amanda. Aquí dentro. En el hospital.
-Lo sé -dijo, su voz temblorosa-. Lo sé. Esto se está saliendo de control.
El buscapersonas en mi cinturón vibró. El sonido me hizo dar un respingo. Con dedos temblorosos, lo desenganché y miré la pantalla.
No era un mensaje del departamento. No era una citación.
Era una sola palabra, enviada desde un número interno que no reconocía. Un número que no debería poder enviar mensajes al buscapersonas del personal.
Siempre.
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Su esposa no deseada, la abogada invencible
Durante tres años, fui la esposa perfecta de un narco. Me aseguraba de que los trajes de mi esposo, Javier, estuvieran impecables y su imagen pública, intachable. Incluso me senté en mesas con sicarios rusos y traduje con calma la orden de ejecutar a un hombre que traicionó a nuestra Familia. Mi valor residía en mi compostura y mi lealtad. En el momento en que un comunicado interno elogió a Javier por su "heroísmo" durante la Masacre de la Bodega de Tultitlán, supe que nuestro matrimonio había terminado. Porque a quien había dejado morir era a mí. El comunicado era una obra maestra de ficción, afirmando que tomó una decisión de una fracción de segundo para proteger el "activo más valioso" de la Familia. Ese activo no era yo, su esposa, que negociaba tranquilamente con miembros del cártel para salvarnos la vida. Era Bianca, su frágil amante, que lloraba por teléfono en un sector en el que se le había ordenado no entrar. Cuando hice las maletas y me fui, tuvo el descaro de llamarme histérica. -Eres mi esposa -se burló. -¿Era tu esposa en Tultitlán, Javier? -le pregunté-. ¿Pensaste en tu esposa por un solo segundo mientras corrías a salvar a tu mujercita débil? Era un cobarde que había ignorado una orden directa de un Don, y la Familia lo llamaba héroe por ello. Pero yo tenía la prueba: una grabación de treinta segundos de su profunda deshonra. No solo buscaba la anulación. Estaba presentando una petición a la Comisión, y usaría esa grabación para reducir su mundo a cenizas.