El matrimonio a Salario
img img El matrimonio a Salario img Capítulo 3 El Error Cuesta Millones
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Capítulo 6 La Ley del Fideicomiso img
Capítulo 7 El Precio de la Perfección img
Capítulo 8 La Visión de la Viuda img
Capítulo 9 El Primer Pincelazo img
Capítulo 10 La Conversión Forzada img
Capítulo 11 La Estrategia del Caos img
Capítulo 12 Aduanas, Artistas y Algoritmos img
Capítulo 13 El Martillo de Acero y el Tercer Jugador img
Capítulo 14 La Lección de Anatomía img
Capítulo 15 Logística de Guerrilla img
Capítulo 16 El Arte de la Rendición img
Capítulo 17 La Gala del Renacimiento img
Capítulo 18 El Protocolo de Intimidad img
Capítulo 19 La Deuda Emocional img
Capítulo 20 El Legado Invisible img
Capítulo 21 Sin Guion ni Garantías img
Capítulo 22 La Matriarca del Caos img
Capítulo 23 La Junta de los Lobos img
Capítulo 24 La Arquitectura del Deseo img
Capítulo 25 La Puesta en Escena img
Capítulo 26 El Valor de lo Intangible img
Capítulo 27 El Invierno en Kreuzberg img
Capítulo 28 El Voto de Hormigón img
Capítulo 29 La Resaca de la Victoria img
Capítulo 30 El Arte de la Rehabilitación img
Capítulo 31 La Estética del Poder img
Capítulo 32 El Algoritmo del Color img
Capítulo 33 El Puente que Nadie Vio img
Capítulo 34 El Silencio del Éxito img
Capítulo 35 El Heredero del Caos img
Capítulo 36 La Educación del Príncipe img
Capítulo 37 La Paradoja de la Escala img
Capítulo 38 El Fuego en la Torre img
Capítulo 39 La Grieta en el Cristal img
Capítulo 40 La Teoría del Descanso Radical img
Capítulo 41 El Dinosaurio en la Plaza img
Capítulo 42 El Lunes Negro de Colores img
Capítulo 43 La Última Lección de Estrategia img
Capítulo 44 La Catedral del Error img
Capítulo 45 La Estética de la Disidencia img
Capítulo 46 El Código de la Redención img
Capítulo 47 La Negociación Vertical img
Capítulo 48 La Deuda de la Innovación img
Capítulo 49 El Algoritmo de la Alegría img
Capítulo 50 El Algoritmo de la Herencia img
Capítulo 51 El Jardín de las Visiones img
Capítulo 52 La Prueba del Legado img
Capítulo 53 La Paleta de la Libertad img
Capítulo 54 La Geometría del Deseo img
Capítulo 55 El Lenguaje Secreto del Óxido img
Capítulo 56 La Curva de la Paciencia img
Capítulo 57 La Partida de La Fricción img
Capítulo 58 La Bitácora del Viento img
Capítulo 59 La Codificación de la Belleza img
Capítulo 60 El Encuentro de los Gigantes Azules img
Capítulo 61 El Tono del Infinito img
Capítulo 62 El Archivo Maestra img
Capítulo 63 El Retorno al Mapeo de Variables img
Capítulo 64 El Eco de la Armonía Global img
Capítulo 65 La Ley del Costo Cero img
Capítulo 66 El Circuito Cerrado del Deseo img
Capítulo 67 El Blueprint de la Última Fricción img
Capítulo 68 La Forja de la Vida Eterna img
Capítulo 69 El Circuito Cerrado del Amor img
Capítulo 70 El Silencio del Legado img
Capítulo 71 La Única Medida de Valor img
Capítulo 72 El Algoritmo de la Rebelde Digital img
Capítulo 73 La Última Cifra del Algoritmo img
Capítulo 74 El Instituto de la Paradoja img
Capítulo 75 El Horizonte Inevitable img
Capítulo 76 El Arte de la Improvisación img
Capítulo 77 La Rebelión de la Simetría img
Capítulo 78 La Arquitectura de la Prevención img
Capítulo 79 La Estética de la Cicatriz img
Capítulo 80 La Raíz del Problema img
Capítulo 81 El Inventario de lo Intangible img
Capítulo 82 La Resistencia del Olvido img
Capítulo 83 La Piel del Tiempo img
Capítulo 84 La Variable Fantasma img
Capítulo 85 La Resonancia de los Cimientos img
Capítulo 86 El Lienzo Infinito img
Capítulo 87 La Fatiga de la Perfección img
Capítulo 88 El Algoritmo del Olvido img
Capítulo 89 La Resonancia Simpática img
Capítulo 90 El Algoritmo de la Disonancia img
Capítulo 91 La Geometría Descalza img
Capítulo 92 La Duda Estructural img
Capítulo 93 La Geometría del Desastre Controlado img
Capítulo 94 La Arquitectura del Error Propio img
Capítulo 95 La Fricción del Legado Perfecto img
Capítulo 96 La Disciplina del Olvido img
Capítulo 97 La Quietud de la Victoria img
Capítulo 98 El Vacío de la Impecabilidad img
Capítulo 99 El Contrato Silencioso img
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Capítulo 3 El Error Cuesta Millones

El silencio en el Lexus negro se había vuelto denso, más parecido a una armadura que a una simple ausencia de ruido. Ricardo, el conductor, manejaba con su habitual precisión, pero incluso él parecía notar la inusual carga eléctrica entre los dos asientos traseros. Clara Montero, con su elegante traje gris, miraba por la ventanilla, ya no absorta en el paisaje de la ciudad que pasaba, sino en los cálculos mentales que le aseguraban que, a pesar de la extraña negociación, ella mantenía el control.

Héctor Alarcón no estaba dibujando. Sostenía el cuaderno cerrado sobre sus rodillas, sus manos grandes y firmes descansando sobre la tapa. Sus ojos grises, agudos y un tanto distantes, observaban a Clara. Era un estudio en la anticipación. Sabía que en menos de veinte minutos, la frágil realidad que Clara había construido sobre él se iba a desmoronar.

-Espero que su casa no esté muy lejos, Héctor- dijo Clara, rompiendo el silencio con una nota de impaciencia. -Necesitamos que Ricardo regrese a la oficina antes de las tres. El tráfico es horrible a esta hora.

-No se preocupe por el tiempo de Ricardo -respondió Héctor. Su voz era tranquila, casi perezosa. -Le pagará las horas extra, ¿no es así? Es solo justo, dada la urgencia de su situación.

Clara frunció el ceño. -Por supuesto que le pagaré. Es que... no me gusta la ineficiencia. Y asumo que no tendrá muchas pertenencias. Unos caballetes, una caja de pinceles, quizás dos maletas de ropa. ¿Me equivoco?

Héctor giró la cabeza para mirar a Clara, dejando que su sonrisa se desplegara lentamente. Era una sonrisa que ella no sabía interpretar: no era de burla, sino de absoluta, tranquila certeza.

-Usted asume demasiado, Clara. Pero no se preocupe por la logística. Yo me encargo de mi inventario. Simplemente dele a Ricardo la dirección.

Clara, sintiéndose nuevamente frustrada por la calma impenetrable de él, tomó su teléfono y envió la ubicación al conductor. El nombre del barrio, Cumbres del Océano, resonó en la cabina. Era una de las zonas residenciales más exclusivas y privadas de la costa, un lugar donde las propiedades se vendían en el rango de ocho cifras y la seguridad era tan estricta que la privacidad era, de hecho, un bien inestimable.

Clara no conectó los puntos. Su mente estaba tan programada para pensar en Héctor como un viudo modesto que asumió que él vivía en alguna villa alquilada o en un apartamento bien ubicado, pero no en el tipo de lugar que su nombre implicaba.

El Lexus abandonó las calles congestionadas de la ciudad y tomó la autopista costera. La arquitectura empezó a cambiar. Las estructuras comerciales fueron reemplazadas por muros de piedra y grandes setos verdes que prometían secretos y aislamiento.

-¿Vive muy cerca de la costa, Héctor?- preguntó Clara, intentando sonar casual, pero la duda comenzaba a corroer sus nervios.

-Lo suficiente para escuchar las olas cuando pinto por las mañanas. La luz en esa zona es excepcional -respondió Héctor.

-Ya veo. Pues, con esa luz, quizás sus cuadros...- Clara se detuvo, midiendo sus palabras con precaución. -Quizás sus cuadros empiecen a venderse mejor pronto. Podría dejar de necesitar el... salario.

Héctor no respondió. Simplemente se dedicó a observar la tensión en su perfil. Clara había tropezado intencionalmente en la palabra "salario", un arma que ella usaba para recordarle su posición subordinada. La condescendencia era tan evidente que Héctor tuvo que esforzarse para no reír.

Diez minutos más tarde, Ricardo tomó una salida privada, pasando junto a una caseta de guardia de seguridad que parecía una fortaleza en miniatura.

-Señorita Montero, ¿está segura de esta dirección?- preguntó Ricardo, un hombre de pocas palabras que ahora se sentía obligado a intervenir. -Esta es la calle de acceso a la Finca Lira. Solo residentes.

Clara se enderezó. El nombre de la finca era familiar. Sabía que era una propiedad legendaria, construida por un magnate tecnológico a principios de los 2000. -¿Sí, Ricardo, estoy segura. Es una calle privada. Solo conduzca.

El coche avanzó lentamente. Los muros de las propiedades eran altos, pero incluso a través de los setos, se vislumbraban techos de teja españoles y jardines inmensos. Clara sacó su teléfono, buscando el nombre "Héctor Alarcón" en el motor de búsqueda, añadiendo las palabras "Finca Lira". No encontró nada que vinculara al pintor viudo con la propiedad.

Finalmente, llegaron a una reja monumental de hierro forjado, flanqueada por pilares de piedra de seis metros de altura. Un intercomunicador dorado brillaba bajo el sol. No era una "casa" de pintor, era una residencia.

-Aquí es, Señor Alarcón -dijo Ricardo, ahora con una nota de alarma mal disimulada.

Clara miró a Héctor. -Héctor, supongo que su casa está detrás de... otra casa. Esta es la entrada a un complejo, ¿verdad?

Héctor extendió el brazo y presionó un botón en el intercomunicador. El sonido de su voz era tranquilo, habitual.

-Soy Héctor. Que abran las puertas.

Una voz de seguridad, inmediata y respetuosa, respondió: -Señor Alarcón. Bienvenido de vuelta. Abriendo las puertas, señor.

Las puertas de hierro se abrieron lentamente, revelando un camino de entrada empedrado que se perdía entre palmeras perfectamente podadas. Era un camino de al menos trescientos metros.

Clara Montero sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. La palidez invadió su rostro. El control que había mantenido durante todo el día se hizo añicos.

-Héctor, ¿quién vive aquí?- preguntó Clara, la voz apenas un susurro.

-Yo vivo aquí, Clara- respondió él, sin rastro de arrogancia, solo un hecho simple. -Bienvenida a mi casa. O, como usted lo llamó, el lugar donde guardo mis caballetes.

Ricardo, el conductor, detuvo el Lexus frente a la casa. No era una casa. Era una mansión de estilo mediterráneo, con una piscina infinita que se fusionaba con el océano en el horizonte. Un edificio que destilaba una riqueza tan incalculable que hacía que la propia casa de Clara pareciera un bungalow.

Clara se quedó sin habla. El hombre que ella creía que estaba en apuros financieros, al que le pagaba cuatro mil dólares al mes como una limosna, era el dueño de esa propiedad.

Héctor abrió su puerta y salió. Un hombre uniformado, con la eficiencia de un mayordomo europeo, se acercó al coche.

-Señor Alarcón, es un placer tenerlo de vuelta. ¿Desea que preparemos algo en la biblioteca?

-Gracias, James. Solo necesitamos que Ricardo y mi... esposa -Héctor pausó un instante, saboreando la palabra- me esperen. Necesito empacar solo lo esencial.

El mayordomo, James, se dirigió a Clara con una cortesía impecable, pero sus ojos tenían la familiaridad que da la servidumbre de toda la vida. -Señora Montero, por favor, salgan del vehículo. Pueden tomar asiento en la terraza. ¿Desean algo? ¿Un té helado?

Clara apenas pudo asentir. Salió del coche, sintiéndose pequeña y ridícula en su traje de diseño. El aire en ese lugar era más fresco, más limpio, y el sonido del mar era un recordatorio constante de la magnitud de la propiedad.

-Héctor- siseó Clara, obligándolo a detenerse antes de entrar por las puertas dobles de caoba. -Usted... ¿cuánto cuesta esta casa?

-No lo sé con exactitud -dijo él, despreocupado. -Nunca la he puesto en el mercado. Pero es grande. ¿Ves el ala oeste? Eso es solo mi estudio de pintura, mi galería y un pequeño gimnasio.

-Pero, ¿por qué? ¿Por qué aceptó mi... mi salario?

-Ya se lo dije, Clara. Por el juego- Héctor le dirigió una mirada penetrante. -Usted me llamó "Roberto", un viudo humilde que necesitaba el dinero, y yo decidí aceptar ese papel. Era su precio por tenerme en su vida. No me inmiscuiré en su vida, pero le aseguro que mi vida tampoco es el asunto de nadie.

Héctor entró en la casa. Clara se quedó en la terraza, mirando al océano, sintiendo el peso de la mentira que ahora pendía sobre ella. Ricardo, el chofer, se acercó a ella.

-Señorita Montero, he trabajado para usted tres años. Nunca supe que el señor Alarcón fuera el dueño de... esto.

-Yo tampoco, Ricardo. Yo tampoco- murmuró Clara, su voz apenas audible. Había contratado a un viudo a sueldo para evitar un desastre familiar, y ahora, había desatado una crisis de identidad monumental.

Quince minutos más tarde, Héctor regresó. No llevaba ni maletas ni grandes cajas. Solo un estuche de cuero de viaje que parecía de una marca de lujo discreta, y dos lienzos pequeños, uno de ellos era el boceto de Clara que había hecho en el restaurante.

-Todo listo, Clara- dijo Héctor, volviendo a su tono tranquilo. -Le dije que solo serían unos cuantos caballetes y cajas de pinturas. Estoy listo para la suite de invitados en su bungalow.

La burla sutil no le pasó inadvertida. Clara tragó saliva, dándose cuenta de que el juego había cambiado. Ella era la que estaba en desventaja, y su marido de contrato, el hombre al que le pagaba un salario, era el que tenía todo el poder. Había creído contratar a un peón, y en su lugar, había invitado a un rey a su tablero.

-Vamos -dijo Clara, su voz ahora tensa por el reconocimiento. El viaje de vuelta prometía ser mucho más incómodo que el de ida. El precio del lienzo, o más bien, el precio de la mentira, acababa de ser cotizado en el mercado de bienes raíces de lujo.

            
            

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