Su salida fue demasiado abrupta, demasiado apresurada. No me miró a los ojos, no ofreció una palabra de consuelo, ni siquiera una mirada hacia atrás. Era como si no pudiera escapar lo suficientemente rápido. El aire que dejó atrás se sentía enrarecido, envenenado. Algo andaba terriblemente mal. Mis entrañas me lo gritaban. Javier, usualmente tan sereno, había estado visiblemente nervioso. Sus ojos habían evitado los míos, sus manos habían temblado ligeramente cuando alcanzó la manija de la puerta.
Un pavor helado se apoderó de mí. Esto no era solo estrés. Esto era culpa. Una verdad amarga y agria comenzó a desentrañarse en mi mente. Él sabía algo. Estaba ocultando algo. La pregunta no era si, sino qué. Y con quién. La imagen del rostro engreído de Carla, su mano posesiva sobre Héctor, sus palabras sobre Javier "cuidando de ella", me golpeó con fuerza.
Mi corazón martilleaba contra mis costillas, un pájaro frenético atrapado en una jaula. Mis manos comenzaron a temblar. Tenía que saber. Tenía que ver. Tenía que confirmar la horrible sospecha que ahora gritaba en mi cabeza. Respiré hondo y temblorosamente, tratando de calmar el pánico creciente. El pánico no ayudaría. La claridad sí.
Mi mente, usualmente tan precisa, se sentía como un reloj roto, con los engranajes rechinando. Pero lentamente, un pensamiento desesperado y aterrador se formó. Necesitaba seguirlo. Necesitaba ver a dónde iba, con quién se encontraba. Mis piernas se sentían como plomo, pero las obligué a moverse.
Encontré a su asistente, Sofía, en el mostrador de conserjería, con aspecto agobiado.
-Sofía, ¿has visto a Javier? Acaba de irse -pregunté, tratando de mantener la voz firme, sin traicionar la tormenta que se desataba dentro de mí.
Sofía levantó la vista, sus ojos muy abiertos por la sorpresa.
-¡Oh, señorita Garza! El señor Schroeder me acaba de decir que tenía un asunto de negocios urgente que atender. Dijo que volvería más tarde esta noche. Tomó el elevador de servicio hacia el estacionamiento subterráneo, creo.
El elevador de servicio. Estacionamiento subterráneo. Un asunto de negocios urgente. La sangre se me heló, un escalofrío recorrió mi espalda. ¿Negocios urgentes? ¿Cuando la cena de ensayo era en solo unas horas? Su despedida había sido demasiado rápida, demasiado ensayada. Las piezas estaban encajando, formando una imagen que no quería ver. Una imagen fea y grotesca.
Mi cuerpo comenzó a temblar incontrolablemente, un temblor que comenzaba en lo profundo de mi ser y se extendía por mis extremidades. No era frío. Era shock. Una premonición de desesperación. El aire se sentía espeso, sofocante. Me llevé una mano a la boca, tratando de reprimir las náuseas crecientes. No. No podía ser verdad. No Javier. Pero una voz insistente en mi cabeza, cruda y brutal, susurró: *Sí. Podría serlo*.
Cerré los ojos, obligándome a respirar, a hacer retroceder la oscuridad que se cernía sobre mí. Necesitaba ser fuerte. Necesitaba verlo por mí misma. La duda me mataría más lentamente. La certeza, por dolorosa que fuera, me liberaría.
Me dirigí al elevador de servicio, mis pasos pesados e inciertos. El olor metálico del hueco del ascensor, las luces tenues y parpadeantes, el silencio susurrante del estacionamiento subterráneo, todo contribuía a una creciente sensación de pavor. Cada paso hacía eco del latido frenético de mi corazón. Cuanto más descendía, más pesado se volvía el aire, espeso con secretos no dichos.
Cuando las puertas del elevador se abrieron, un gemido bajo y gutural flotó en el aire viciado. Era un sonido que reconocí, un sonido de pasión cruda y desinhibida. Se me cortó la respiración. Era la voz de Javier. Lo sabía. El aire mismo a mi alrededor parecía crepitar con una energía ilícita.
Mis pies se movieron por sí solos, atraídos por un imán invisible y horrible. Me deslicé alrededor de un pilar de concreto, mis ojos escaneando las filas de autos estacionados. Y entonces lo vi. La camioneta negra de Javier. Los vidrios estaban polarizados, pero el revelador movimiento de balanceo, los sonidos ahogados, eran inconfundibles.
Mi mundo se hizo añicos.
Un sollozo ahogado escapó de mis labios, un sonido doloroso y desgarrador que apenas reconocí como mío. Me llevé las manos a la boca, tratando de contener el grito que amenazaba con estallar. Pero era demasiado tarde. El daño estaba hecho. La imagen estaba grabada en mi mente. Javier. Y Carla.
La vi a través de la ventana ligeramente entreabierta, su rostro sonrojado, su cabello revuelto, sus ojos entrecerrados de placer. Y Javier, su rostro contorsionado en una expresión de lujuria cruda, sus manos enredadas en el cabello de ella. Era una escena de traición absoluta y brutal. No solo un beso. No solo un momento robado. Esto era íntimo. Esto era profundo. Esto eran tres años de mi vida, una mentira.
La voz de Carla, ronca y sin aliento, flotó en el aire.
-Javier, cariño, ¿estás seguro de esto? ¿Casarme con Héctor? ¿Y nosotros qué? -Sus palabras fueron un cruel giro del cuchillo, destripándome.
Javier, con la voz espesa por el deseo, respondió:
-No seas tonta, Carla. Sabes que Héctor es solo un medio para un fin. Siempre hemos sido tú y yo. -La acercó más, sus labios encontrando los de ella de nuevo.
La frase "un medio para un fin" resonó en mis oídos, helándome hasta los huesos. No solo para Carla, sino para Héctor, para toda su familia. Y para mí. ¿Qué era yo entonces? ¿Una simple inconveniencia? ¿Una fachada estable para su sórdido secreto?
Un sollozo gutural se me escapó, un sonido de dolor puro e inalterado. Mis piernas cedieron y me derrumbé detrás del pilar, las lágrimas corriendo por mi rostro. Mi respiración llegaba en jadeos irregulares. El aire estaba impregnado del hedor de su traición, ahogándome.
¿Cómo pude haber sido tan ciega? ¿Tan tonta? Todas las veces que Javier había estado distante, todas las noches hasta tarde, los viajes de negocios repentinos. Todas las excusas. Nunca fueron por trabajo. Fueron por ella. Y Carla, la dulce e inocente Carla, haciéndose la víctima, manipulando a todos a su alrededor.
Sentí que me ahogaba en un mar de mentiras. Cada recuerdo, cada risa compartida, cada momento tierno con Javier, ahora manchado, envenenado por esta horrible revelación. Me había mirado a los ojos, me había dicho que me amaba, mientras secretamente construía una vida con otra mujer. Con la prometida de mi hermano. El puro descaro, el desprecio insensible por mis sentimientos, por nuestra relación, por mi familia.
Los sonidos de su intimidad comenzaron a disminuir. Oí la voz de Javier, un poco tensa, un poco áspera.
-Tenemos que ser cuidadosos, Carla. Esto no puede salir a la luz. No ahora. No con la boda mañana.
Carla se rio, un sonido que irritó mis nervios en carne viva.
-No te preocupes, cariño. Nadie sospechará nada. Especialmente la pobre e ingenua de Alex. Está demasiado ocupada planeando su próximo gran gesto para notar lo que tiene justo debajo de sus narices.
Una nueva ola de náuseas me invadió. La ingenua de Alex. Esa era yo. La tonta. La idiota confiada.
Javier se apartó de repente de Carla, su rostro endureciéndose.
-No. Tienes que terminar con Héctor después de la boda. Esto no puede seguir así. -Su voz era firme, fría.
Carla hizo un puchero, sus ojos muy abiertos con un dolor fingido.
-Pero Javier, ¿cómo puedes decir eso? ¿Después de todos estos años? Te he dado todo. Te he esperado. ¿Vas a desecharme ahora que he cumplido mi propósito? -Su voz se quebró, una actuación perfecta de una mujer agraviada.
Observé, entumecida, cómo la expresión de Javier se suavizaba. Se acercó, acariciando suavemente su mejilla. La vista me revolvió el estómago. Estaba cayendo en su trampa. De nuevo.
-No es así, Carla. Sabes que me importas. Pero esto es demasiado arriesgado. Necesitamos una ruptura limpia. -Su voz estaba teñida de una ternura que me dio ganas de vomitar. La misma ternura que una vez reservó para mí.
Mi mente daba vueltas. Tres años. Tres años de mentiras, engaños e intimidad oculta. Esto no era una aventura. Era una vida paralela que había construido, un mundo secreto que había compartido con ella, la prometida de mi hermano. Le importaba. Realmente le importaba. Y estaba tratando de protegerla, incluso ahora.
Un pequeño objeto metálico se deslizó de mis dedos temblorosos, golpeando el suelo de concreto con un tintineo agudo. Mi teléfono. Mi cuerpo se congeló.
La cabeza de Javier se levantó de golpe. Sus ojos, muy abiertos por el pánico, se dirigieron hacia mi escondite. Carla jadeó, llevándose una mano a la boca. Sus rostros, segundos antes sonrojados por la pasión, ahora estaban pálidos de miedo.
-¿Alex? -La voz de Javier era un susurro entrecortado, una mezcla de incredulidad y terror.
Mi corazón se detuvo. Lo sabían. Me vieron. Ya no había forma de negarlo. Ni de esconderse. La verdad cruda y fea estaba al descubierto. Pero no podía enfrentarlos. No ahora. No así.
Mis instintos tomaron el control. Me puse de pie de un salto, ignorando el dolor punzante en mis rodillas, y eché a correr. Fuera del estacionamiento, hacia la salida principal, lejos de sus rostros horrorizados, lejos de la escena de mi humillación total. Lejos de los restos destrozados de mi vida.