Negociar es un arte que requiere de estrategia, tiempo y ver más allá de tus narices, pero todo da un giro drástico cuando debes hacerlo con una mujer. No hay experiencia que te sirva, ni señales que te indiquen lo que cruza por su cabeza, porque puedes ganarte un par de insultos, bofetadas hasta besos, pero depende de lo que ellas quieran de ti. Ahí, aunque lo dudes, ya estás a su deriva, el juego cambió a su favor, entonces esperas lo peor, te retiras tragándote el mal sabor de la derrota o tal vez sucede el milagro y consigues lo que buscas. El caso es que con las mujeres no hay manuales, reglas, patrones, nada para saber cómo actuarán.
Y lo peor de todo es que no importa cuántos idiomas hables, cuántos contratos hayas cerrado o cuántos tableros hayas dominado. Con ellas el ajedrez se juega sin fichas. Una sonrisa puede ser una trampa. Una lágrima, un anzuelo. Una caricia, una sentencia.
En mi caso, Kelly era un bello enigma. Peligrosa, astuta, irónica, traviesa... y lo peor: completamente rebelde a cualquier intento de ser dominada. Apostaba a eso. A su espíritu salvaje. A su necesidad de romperle el juego a su padre, de contradecirlo, de decidir por sí misma, aunque eso implicara arder en llamas. Pensé que esa misma rebeldía me daría ventaja. Que, si jugaba bien mis cartas, podría convencerla de aceptar el matrimonio. Pero estaba equivocado.
La escuché alegar con esa voz suya, tan templada y aguda como una navaja. Fruncía el ceño, gesticulaba con las manos mientras se paseaba por la habitación, tan segura, tan dueña de sí. En otra circunstancia, me habrían causado risa sus argumentos incendiarios, hasta habría bromeado con ella. Pero esa vez, cada palabra suya era un muro más que se alzaba entre mi carrera política y la única salida que tenía.
No dijo que no. Tampoco dijo que sí. Me dejó colgado, suspendido en una espera silenciosa que se volvió agónica. Esa es la palabra justa: agonía. La posibilidad de salvar mi campaña se me escurría entre los dedos como arena seca.
Desde entonces, me refugié en mi sede de campaña. Era el único lugar donde podía escapar -al menos por momentos- de los reproches de Walter Darcy. Bastaba con su mirada para sumar toneladas de presión a este desastre. Pero si alguien realmente disfrutaba de verme tambalear era Ralph. No lo gritaba a los cuatro vientos, claro, pero su maldita manera de caminar por la oficina decía más que cualquier discurso.
Apareció hace dos días. Yo estaba con Justin, mi asesor de campaña, revisando estrategias para frenar el escándalo de esas fotos manipuladas -las de la supuesta despedida de soltero- cuando Ralph irrumpió como si el lugar le perteneciera. Caminó lento, con las manos en los bolsillos, inspeccionando los monitores, hojeando panfletos, como si estuviera de visita en una exposición mediocre.
-¡Mierda, Matthew! -soltó con una voz cargada de sarcasmo-. Te están hundiendo más y más cada día los malditos noticieros. Deberías dar un comunicado, aunque sea para parecer que te defiendes.
Le hice un gesto a Justin para que nos dejara solos. Él asintió con discreción y salió, dejando tras de sí un silencio incómodo. Miré a Ralph con los brazos cruzados, tragándome la rabia.
-Ese es el problema, Ralph. No puedo defenderme -escupí entre dientes, sintiendo cómo la ira me trepaba por la garganta-. El imbécil que soltó esa noticia sabía exactamente dónde hurgar en mi pasado...
Él me clavó la mirada como si fuera un juez dictando sentencia. La frialdad en sus ojos era casi antinatural.
-Eso te pasa por enredarte con una puta -disparó con voz baja, pero filosa como un cuchillo. Ni una pizca de remordimiento. Solo esa maldita superioridad que siempre le colgaba del rostro como un trofeo.
Un ardor me subió al rostro. Di dos pasos hacia él, directo, sin pensarlo. Sentía cómo me latían las sienes. Me paré tan cerca que pude oler su maldito perfume caro.
-¡Cállate, Ralph! No seas un cabrón -le gruñí, con la mandíbula tensa y los puños cerrados como piedras-. Ella no era una prostituta. Nunca lo fue. ¡Nunca!
Ralph soltó una risa breve, hueca, amarga. Se pasó una mano por el saco como si le diera asco que lo hubiera tocado el aire de mi rabia.
-Matthew... No hay diferencia entre una scort y una puta. A ambas les pagas por follártelas -dijo con esa calma enferma que me ponía los nervios de punta-. Te lo advertí. Pero claro, tú siempre sabes más que todos, ¿no?
-Y por eso le fuiste con el chisme a papá, ¿verdad? -bramé, sintiendo cómo la voz me temblaba de furia. El pecho me subía y bajaba como un motor a punto de estallar-. No podías quedarte callado, no podías ser leal conmigo, ¿eh? Vamos, niégalo si te atreves.
Él se cruzó de brazos con ese gesto típico suyo, como si ya hubiera ganado la discusión antes de empezarla.
-Te hice un favor. Si no intervenía, te hundías solo y nos arrastrabas contigo. El apellido Darcy en boca de todos, asociado a escándalos, prostitutas y chantajes. Ibas a convertirnos en la comidilla de todos los malditos canales de noticias.
-Gracias por salvarme, hermano -repliqué con una mueca torcida, cada palabra cargada de veneno-. Entonces vuelve a hacerlo. Sálvame de nuevo.
Se quedó mirándome, inmóvil, pero con esa sombra de desprecio en la mirada que ya no se molestaba en esconder.
-No puedo, Matthew. No voy a arriesgar mi silla en el Senado por tu falta de juicio. Retírate con algo de dignidad, aunque sea. Y tal vez, en unos años, cuando el público olvide tu circo, puedas volver a intentarlo.
Me giré con brusquedad. Caminé hasta la ventana y observé los edificios, sus luces, sus techos perfectos, todo eso que alguna vez soñé controlar. Tragué saliva. Cerré los ojos un segundo.
-Tardaste en esquivar el problema. Pero tranquilo -dije, volviéndome hacia él con una calma falsa-. Ya tengo la solución para acallar ese escándalo.
Ralph alzó una ceja. Su sonrisa se volvió ácida.
-¿En serio? ¿Vas a sobornar a unos cuantos peces gordos? ¿Vas a revolcarte con tal de no tocar fondo? Qué patético.
Me acerqué, esta vez con paso firme, sin miedo. Lo enfrenté de nuevo, clavándole la mirada con una frialdad que hasta a mí me sorprendió.
-No voy a sobornar a nadie -solté con voz grave, contenida, pero cargada de intención-. Voy a casarme con una mujer de nuestro entorno. Alguien que me dará el impulso necesario para ganar la candidatura.
Ralph soltó una carcajada seca, sin alegría.
-¿Acaso existe esa ilusa que se atreverá a enredarse contigo? ¿O es solo parte del cuento que le armaste al viejo para que te deje respirar?
No respondí de inmediato. Me limité a acercarme aún más, invadiendo su espacio personal.
-Pronto anunciaré mi boda. Y cuando lo haga, quiero que te retrates de cada palabra que dijiste hoy -espeté con voz tensa, los músculos del cuello endurecidos por la furia contenida-. ¿Lo entendiste, Ralph?
Él me sostuvo la mirada por un instante, desafiante. Pero ya no respondió.
Mis puños estaban apretados, blancos por la presión. Si decía una palabra más, lo iba a golpear. Lo sabía.
-Ahora me harías un enorme favor largándote de aquí -añadí con voz áspera, señalando la puerta con la barbilla-. Necesito trabajar en mi campaña. Algo que tú, con tu asiento asegurado, parece que ya olvidaste lo que cuesta.
Él no se movió al principio. Luego se alisó el saco con parsimonia, me lanzó una última mirada de desprecio y salió, dejando tras de sí un silencio tan denso que hasta el aire parecía estar en mi contra.
Lo cierto es que intento concentrarme en el itinerario de entrevistas, discursos y visitas para los próximos días. Paso las hojas una y otra vez como si de verdad me interesara, pero no es más que una excusa. Una distracción.
Miro el reloj por cuarta vez. 17:54. El plazo que le di a Kelly está a punto de vencerse.
Suelto un suspiro largo, dejo caer los papeles sobre el escritorio con cierta frustración y me recuesto en la silla. Apoyo la nuca contra el respaldo de cuero, cierro los ojos. La oficina está en silencio, sólo se oye el zumbido lejano del aire acondicionado y el murmullo apagado de la ciudad detrás de los ventanales.
-Me mandó al demonio... -murmuro entre dientes-. Al menos debí darle un anillo. Y ser más sutil.
Un golpecito en la puerta me hace abrir los ojos.
-Adelante -digo en voz alta, enderezándome.
La puerta se abre lentamente y aparece ella.
Kelly, su figura se recorta contra el marco con esa seguridad ensayada que la caracteriza. Apoya una mano en la manija, y la otra en la cadera. Trae puesto un vestido claro que resalta cada curva con precisión milimétrica. Su sonrisa está medida. Ni demasiado amable, ni demasiado fría. Perfecta para una negociación.
-Buenas tardes, Matthew. Espero estar dentro del horario... ¿Aún no expiró tu oferta? -dice con una voz suave, melosa, arrastrando las palabras con una picardía que no disimula.
Levanto la mirada y le devuelvo una sonrisa torcida, casi con ironía.
-Hola, Kelly. La oferta sigue en pie. -Reviso el reloj como si fuera parte del juego-. Son las 17:55. Por favor, toma asiento.
Se acerca sin apuro. Sus tacones hacen un sonido firme contra el piso de madera. Se sienta en uno de los sillones junto a la chimenea apagada, cruzando las piernas con elegancia, como si estuviéramos por sellar un trato multimillonario.
-Perfecto -dice con tono claro-. Hablemos de tu propuesta. Tengo algunas condiciones para convertirme en tu esposa... que no son negociables.
Levanto una mano, frenándola antes de que siga.
-Antes de que empieces... hay ciertos puntos que tampoco voy a negociar.
Ella entrecierra los ojos, atenta.
-Nos casamos el próximo fin de semana. Vivimos juntos en mi pent-house, como una pareja real. No quiero amantes, ni encuentros causales. Esto será un matrimonio.
-¿Quieres que tenga abstinencia de sexo? -responde con tono burlón, arqueando una ceja.
-Dije que no podías tener amantes. No dije que no podías tener sexo. Voy a ser tu esposo, Kelly, no tu sacerdote.
Ella suelta una risa seca, ladeando el rostro.
-Prefiero la abstinencia. Habitaciones separadas, así no hay confusión con la situación.
-Hecho. Pero en público quiero otra historia. Manos entrelazadas. Besos robados. Miradas de complicidad. Tenemos que parecer una pareja enamorada. -Hago una pausa, y fijo mis ojos en los suyos-. Me vas a acompañar a cada evento de la campaña. Siempre. Sonriendo, sin excepciones.
Kelly asiente despacio, como si estuviera evaluando la escena.
-Muy bien. Ahora mis condiciones. Primero: conseguirás la licencia para el prototipo que mi padre necesita fabricar. Segundo: sinceridad total entre nosotros. Cruda, si es necesario. Y tercero... -inhala profundamente- firmamos los papeles de divorcio antes de casarnos, sin entregarlos. O al menos fijamos una fecha para terminar esto.
Frunzo el ceño y me recuesto otra vez en la silla. Me paso la mano por la barbilla.
-No voy a firmar ningún papel -digo con voz firme-. Podría filtrarse entre la prensa nuestro acuerdo. Ya tuve suficiente con el escándalo de las fotos y no pienso poner en riesgo esta campaña con rumores de que mi matrimonio es una mentira.
Kelly cruza los brazos. No aparta la vista. Está más seria. Más real.
-Pero supongo que cuando ganes las elecciones... ya no tendrá sentido seguir fingiendo, ¿no? -dice con un tono neutro, como si no le importara, aunque sus ojos brillan con algo que no termino de entender.
La miro. Me inclino hacia adelante, con los codos apoyados sobre las rodillas, entrelazo las manos y hablo, casi en un susurro:
-¿Y si no quiero divorciarme de ti?
El silencio cae como una cortina pesada. Kelly se queda quieta. Sus labios entreabiertos. Su expresión cambia por un instante. Sus ojos se clavan en los míos. No responde. No parpadea. No respira. Y yo me quedo ahí... esperando. Pendiendo de un hilo invisible, como si la respuesta pudiera derrumbarlo todo.