El Fuego que Encendió Mi Alma
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Capítulo 2

Natalia Arnal POV:

Sus palabras me habían dejado muda, petrificada, como si cada sílaba fuera una bala directa a mi alma. La inmensidad de lo que había perdido, no solo un matrimonio, sino una década de mi vida, mi carrera, mi propia identidad, se hizo palpable en el vacío que dejó Andrés al salir de la habitación. No era solo el dolor de la traición, era el peso de los sacrificios que había hecho y que él tan fácilmente desestimaba.

Recuerdo las noches en las que trabajaba en su campaña, las luces encendidas hasta el amanecer, mi cabeza zumbando por la falta de sueño. Yo, una cirujana acostumbrada a la precisión, al rigor científico, me había sumergido en el caótico mundo de la política por él. Había dejado mis guantes quirúrgicos por las agendas, los bisturíes por los comunicados de prensa. Cada fibra de mi ser, cada célula de mi cuerpo, se había dedicado a su ascenso.

Los primeros años fueron los más duros. Andrés era carismático, sí, pero le faltaba experiencia, le faltaba esa chispa de malicia estratégica que te permite sobrevivir en la jungla política. Yo compensaba cada una de sus deficiencias. Mis contactos en el ámbito de la salud, mi habilidad para analizar situaciones complejas y encontrar soluciones, mi incansable energía, todo lo puse a su disposición. Organizaba eventos, redactaba discursos, mediaba en conflictos; a menudo, me quedaba dormida sobre la mesa de trabajo, despertando con el cuello adolorido y el cuerpo exhausto.

Mi salud, mi prometedor futuro como cirujana, se fue resintiendo poco a poco. Las horas interminables, el estrés constante, la alimentación irregular, comenzaron a pasar factura. Las migrañas se volvieron crónicas, mi ciclo menstrual se volvió errático y doloroso. Los médicos me advirtieron. "Natalia, necesitas descansar. Tu cuerpo está al límite. No puedes seguir con este ritmo", me decía mi antiguo mentor, el Doctor Diego Arnal, con su voz calmada pero firme, cada vez que me encontraba por casualidad y veía mis ojeras pronunciadas. Él siempre me vio como una de sus mejores alumnas, y su decepción silenciosa por mi abandono de la medicina me dolía más que cualquier dolor físico.

Pero yo lo ignoraba. Lo ignoraba todo por Andrés. Por lo que creía que era nuestro futuro. Una vez, para asegurar un importante donativo para su campaña, pasé tres días prácticamente sin dormir, negociando con un empresario reacio. Estaba tan agotada que a la mitad de la reunión, mi visión se nubló y sentí un mareo terrible. Me encerré en el baño, me eché agua fría en la cara y vomité hasta que mi estómago estuvo vacío. Pero regresé a la mesa de negociaciones, sonriendo, actuando como si nada, hasta que el convenio se firmó y el dinero se aseguró.

Esa noche, cuando llegué a casa, me desmayé en la ducha. Andrés me encontró, me llevó a la cama, y al día siguiente, me trajo flores. "Eres la mujer más fuerte que conozco", me dijo, sin comprender realmente la profundidad del daño que me estaba causando, que yo misma me estaba causando por él.

La consecuencia más dolorosa de todo ese desgaste físico y emocional fue el daño a mi sistema reproductivo. Los médicos me lo confirmaron años después, en una de esas visitas silenciosas que hacía a la clínica cuando Andrés estaba de viaje. "Señora Arnal, el estrés crónico y los desequilibrios hormonales han afectado severamente su fertilidad. Sus posibilidades de concebir de forma natural son extremadamente bajas", me dijeron. La noticia me golpeó como un rayo. Yo, que siempre había soñado con ser madre, con tener esa pequeña familia que Andrés me había prometido en sus inicios, ahora enfrentaba la cruda realidad de un cuerpo agotado, un cuerpo que él, con su ambición desmedida, había ayudado a destruir.

Las palabras de Andrés, solo tropezaste en mi camino, resonaban en mi cabeza. No, no había tropezado. Había saltado, me había lanzado de cabeza a un abismo por él, creyendo que me esperaría al otro lado. Y ahora, no solo me había dejado caer, sino que se burlaba de las cicatrices que su caída me había causado.

Mi visión de la ciudad por la ventana se volvió borrosa de nuevo, esta vez no por lágrimas furtivas, sino por una ira helada y contenida que comenzaba a bullir en lo más profundo de mi ser. El dolor se estaba transformando. Ya no era solo tristeza. Era una determinación férrea, más dura que cualquier roca. Él había querido que aceptara a Ivanna. Bien. Lo haría. Pero no de la forma en que él esperaba. Sería mi última y más grande estrategia, una retirada táctica que lo dejaría sin saber qué lo había golpeado.

            
            

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