El olor estéril a desinfectante colgaba pesado en el aire, un marcado contraste con el perfume empalagoso que aún persistía en mi mente.
Estaba en una cama de hospital, las sábanas blancas un consuelo frío contra mi cuerpo magullado.
Mi cuerpo dolía, una sinfonía de dolor de la noche anterior, pero era el dolor sordo en mi alma lo que realmente me paralizaba.
Mi teléfono, milagrosamente ileso, vibró en la mesa de noche.
Lo levanté, mis dedos torpes.
Un número desconocido.
Casi lo ignoré, pero algo me obligó a contestar.
-¿Hola? -mi voz era rasposa, apenas un susurro.
-¿Abigail? ¿Eres tú?
Una voz profunda y familiar.
Gabriel. Gabriel Fuentes.
Mi amigo de la infancia. El magnate tecnológico multimillonario que no había visto en años.
-¿Gabriel? -mi mente daba vueltas. ¿Por qué llamaba ahora?
-Abigail, sé que esto va a sonar loco, pero... es sobre tu bebé.
Su voz era urgente, tensa.
Mi mano voló a mi vientre, un instinto protector.
-¿Qué pasa con mi bebé?
Un pavor frío se filtró en mis huesos. ¿Carlos había hecho algo más?
-Ese bebé... es mío, Abigail.
Sus palabras me golpearon con fuerza física, robándome el aire de los pulmones.
-Hace ocho meses, esa noche en el baile de beneficencia... estabas tan alterada, tan ebria. Pensaste que yo era Carlos. Yo... no debí, pero no pude detenerme.
Mi mundo se inclinó.
¿Mi bebé? ¿El bebé de Carlos? No.
¿De Gabriel?
Los recuerdos de esa noche eran un borrón de champán y lágrimas, un intento desesperado de adormecer el dolor de otro aborto espontáneo.
Recordaba ser consolada, sostenida, una fugaz sensación de calidez contra el vacío frío.
Pero había estado tan segura de que era Carlos.
-No -susurré, sacudiendo la cabeza, aunque nadie podía ver-. Eso es imposible. Es de Carlos.
-Sé que es difícil de creer -dijo, su voz suavizándose-, pero tengo pruebas. Pruebas de ADN. Te he estado vigilando, Abigail. Sé todo lo que te han hecho pasar. Sé sobre los abortos, sobre Hailey, sobre Carlos. Solo... quería esperar hasta que estuvieras a salvo para decírtelo. No podía soportar la idea de que lastimaran a nuestro hijo.
Un sollozo ahogado escapó de mis labios.
Nuestro hijo.
No de Carlos.
No un niño que estaría manchado por su crueldad.
Un destello de esperanza, frágil pero insistente, se encendió dentro de mí.
Este bebé, esta vida preciosa por la que había luchado tanto para proteger, era verdaderamente mía.
Y de Gabriel.
-Iba... iba a interrumpir el embarazo -admití, las palabras sabiendo a ceniza-. No podía soportar que fuera de Carlos. No después de todo.
Pensé en todas las pérdidas, todas las lágrimas.
Este era el único que había llevado tan lejos.
El único que se sentía real, vital, vivo.
-No lo hagas -suplicó Gabriel, su voz quebrándose de emoción-. Por favor, Abigail. No lo hagas. Nos iremos a Europa, lejos de todo esto. Te protegeré, a ambos. Solo dime que estarás bien. Dime que lo dejarás.
Una profunda sensación de alivio me invadió, lágrimas calientes corriendo por mi rostro.
Mi bebé estaba a salvo.
Mi bebé era amado, verdaderamente amado, por alguien a quien le importaba.
-Sí -dije con la voz entrecortada-. Sí, Gabriel. Lo dejaré. Y haré que paguen por todo.
La llamada terminó, dejándome en un silencio aturdido.
Pero esta vez, no era el silencio de la desesperación, sino de una resolución feroz e inquebrantable.
Tenía una razón para luchar, un nuevo futuro que construir.
Y un nuevo aliado.
Gabriel.
Y mi bebé.