Unas voces bajas de la habitación contigua llegaron a mis oídos. Eran las enfermeras, hablando en voz baja, creyendo que nadie las escuchaba.
"¿Ya te enteraste?" susurró una. "El señor Don Leopoldo tuvo un infarto. Parece que es grave."
La otra respondió, su voz llena de intriga. "Sí, lo escuché. Dicen que por culpa de esa... Fabiana. La nueva esposa del señor Hugo."
Mis ojos se abrieron lentamente. ¿Fabiana? ¿Un infarto?
"Al parecer," continuó la primera enfermera, bajando aún más la voz, "le revelaron algunos secretos sucios sobre ella. La forma en que obtuvo su lugar. Y algo sobre el bebé que perdió la señora Silvana..."
La segunda enfermera soltó un jadeo. "¡No me digas que ella tuvo algo que ver con eso!"
"Dicen que se descubrió que ella filtró información a los rivales de los Serrano," dijo la primera. "Información que llevó al ataque donde la madre de la señora Silvana murió y ella perdió a su bebé. Don Leopoldo la había echado de la mansión, estaba furioso."
Así que la histeria de Fabiana al teléfono, su rápida huida... Tenía sentido.
Hugo no había podido proteger a su abuelo de Fabiana. Su ambición era más fuerte que cualquier lealtad.
Don Leopoldo, el patriarca, el hombre que había orquestado mi matrimonio, había descubierto la traición de Fabiana. Y eso casi le costaba la vida.
Pero entonces, recordé la bofetada. La furia en el rostro de Fabiana. Su grito: "¡Por tu culpa Don Leopoldo...!"
Oh, Fabiana. Tan predecible. Ella siempre intentaba manipular a Hugo, siempre distorsionaba la verdad para su beneficio. Estaba segura de que Hugo creía su versión, que yo era la causante del dolor de Don Leopoldo.
Recordé la última vez que Hugo me había herido físicamente. Fue hace apenas unas horas, antes de que me desplomara. Después de que Fabiana me abofeteara, él no estaba allí. Estaba con ella, con su nueva prometida, con la mujer que había causado la muerte de mi madre y de mi hijo.
Fabiana siempre había sido astuta. Cuando me casé con Hugo, ella ya era su amante. Ella, la socialité ambiciosa, había visto en mi matrimonio por conveniencia una amenaza para sus propios planes.
Me había convertido en la administradora impecable de la compleja agenda social de la familia Serrano, una pieza clave que mantenía el corporativo funcionando sin problemas desde las sombras. Pero para Fabiana, yo era solo un obstáculo.
Ella había logrado que Hugo me despidiera de mi papel en la familia. Ya no era la organizadora de eventos, la encargada de las relaciones públicas. Mi puesto, según escuché, lo había tomado una de sus primas. La degradación había sido pública, un mensaje claro para todos.
Hugo, bajo la influencia de Fabiana, había comprado un collar de diamantes increíblemente caro. No para mí, por supuesto. Ese collar era para Fabiana. Lo había visto en las redes sociales, Fabiana luciendo la joya, posando con Hugo en una alfombra roja. "Mi amor me sorprendió," había escrito. "El precio del amor es incalculable."
Eso había sido un regalo que mi madre siempre había querido, una réplica de una joya familiar que había sido vendida durante un tiempo difícil. Había trabajado incansablemente para conseguir los fondos para dárselo a mi madre, pero Hugo, con su arrogancia, lo había tomado y se lo había dado a Fabiana.
Era el mismo collar que mi madre pensó que me pondría en mi boda. "Para que un día tu hija lo use en su boda," le había dicho mi abuela a mi madre. Pero Hugo lo había regalado como si nada. Mi madre nunca se recuperó de esa decepción. Y su enfermedad, que ya era grave, se había agravado por la tristeza.
Y luego murió, protegiéndome de los hombres que Fabiana había enviado. Los hombres que habían venido por mí, no por Hugo.
Fabiana, en sus redes sociales, publicaba fotos de su "amor" con Hugo. Subía videos de ellos riendo, besándose, mientras yo estaba en casa, lidiando con el dolor y la humillación. La gente comentaba, algunos la felicitaban, otros me criticaban a mí, llamándome "la sombra," "la esposa fantasma."
"El verdadero amor siempre encuentra su camino," había subtitulado Fabiana una de sus fotos, con Hugo mirándola con adoración. "Algunos son ciegos por elección, otros simplemente no entienden el significado de la conexión del alma."
Esas palabras, me parecían irónicas. Hugo cambiaba de pareja como de camisa. Una vez me había dicho que yo era el amor de su vida, que éramos almas gemelas. Me había prometido un futuro brillante, un hogar lleno de amor. Yo le creí. Creí que había encontrado a mi compañero para siempre.
Pero la luna de miel apenas había terminado cuando Fabiana reapareció en su vida, o quizás nunca se fue, y él se dejó llevar por la novedad, la emoción de la aventura. Yo, la esposa fiel, me convertí en un mueble más en la mansión, una parte de su imagen pública, pero nunca de su corazón.
Y ahora, el collar. El collar que mi madre había soñado con recuperar. Ella había muerto sin verlo. Hugo se lo había dado a Fabiana.
La crueldad de Hugo, su egoísmo, su interminable búsqueda de validación y placer... Me di cuenta de que él nunca cambiaría. Los patrones se repetían. La misma historia, solo con diferentes víctimas.
Mi dedo se movió por la pantalla del teléfono. Abrí la red social de Fabiana. Vi su último video, el que había publicado hace unas horas. Era un video de ella y Hugo, brindando con champán, celebrando algo. El collar brillaba en su cuello.
Deslicé hasta la sección de comentarios. Había miles. La mayoría eran felicitaciones. Pero vi un pequeño icono que indicaba que podía dejar un comentario.
Mi mente estaba clara. Escribí, mis dedos tecleando con una precisión sorprendente: "Espero que ese collar te traiga tanta felicidad como le trajo tristeza a una madre moribunda. Y a la hija que lo perdió todo por tu ambición."
No esperé una respuesta. Bloqueé la aplicación y borré mi cuenta. Cerré los ojos. No había ninguna emoción en mí. Solo un deseo ardiente de desconectar todo lo que me unía a ellos.
Apenas unos minutos después, mi teléfono volvió a sonar. Era Hugo. Su foto apareció en la pantalla, su rostro enojado. Lo ignoré. Volvió a llamar. Una y otra vez. Finalmente, deslicé para contestar.
"¡Silvana! ¿Qué diablos significa ese comentario?" Su voz era un rugido, llena de una furia que rara vez había escuchado. "¿Estás tratando de arruinarlo todo? ¿De humillarme?"
"¿Humillarte?" respondí, mi voz monótona. No había miedo en mí. Solo un vacío. "No estoy tratando de humillarte, Hugo. Estoy diciendo la verdad."
"¡La verdad! ¡Fabiana está destrozada! ¡Don Leopoldo se ha enterado de la mentira! ¡Estás arruinando mi vida!" Su voz era un grito desesperado, pero yo solo escuchaba el eco de su ego.
"Tu vida ya estaba arruinada, Hugo," dije. "Tú la arruinaste. Yo solo la estoy dejando."
Silencio. Un silencio aturdido por su parte. Sabía que no esperaba eso. Nunca me había enfrentado a él de esta manera.
"Voy a colgar," le dije, mi voz aún firme. "Ya no tenemos nada que decirnos."
"¡No te atrevas a colgarme! ¡Soy tu esposo!" Su voz era una amenaza, pero sonaba hueca.
"No, no lo eres," respondí. "Quiero el divorcio. Y ahora, no eres nada para mí."
Colgué el teléfono. Y lo bloqueé. Para siempre.
Mientras mi dedo deslizaba el botón de bloqueo, recordé una fecha. Mañana. Era el día de la lectura del testamento de mi madre. Necesitaba estar allí. Necesitaba llevarle sus cenizas a casa.
Llamé a la enfermera de mi habitación. "Necesito salir de aquí," le dije. "Ahora. Es urgente."
Ella me miró con preocupación. "Señora Cruz, su estado es delicado. No es recomendable que se vaya."
"No es una recomendación," respondí, mi voz firme. "Es una orden. Soy mayor de edad y me responsabilizo de mi salud. Necesito irme. Y si no me ayuda, lo haré sola."
Ella suspiró, pero asintió. "Muy bien, señora. Le prepararé los papeles. Pero debo decirle que no estoy de acuerdo."
"Lo entiendo," le dije. "Pero gracias."
En cuestión de minutos, tenía mis papeles de alta. Una de las enfermeras, la que me había ayudado a procesar la muerte de mi madre y mi bebé, me entregó una pequeña urna. Era pesada, fría. Las cenizas de mi madre y de mi hijo, juntos.
No sentí el nudo en la garganta, ni las lágrimas que esperaba. Solo un peso en mis brazos. El peso de una vida terminada y otra que debía comenzar. Era el peso de mi libertad. El último vestigio de mi pasado. Y era un peso que llevaría conmigo con dignidad.
Salí del hospital, el sol de la tarde bañando mi rostro. Me despedí de la enfermera, que me observó con una mezcla de lástima y preocupación. "Cuídese, señora Silvana," me dijo.
"Lo haré," respondí. Y por primera vez en mucho tiempo, lo decía en serio.
Llegué a la mansión Serrano. La puerta principal estaba abierta de par en par. La vi. Fabiana. Estaba sentada en el sofá con Hugo, sus cabezas juntas, susurrándose. La imagen de la intimidad que nunca tuve con él.
Hugo tenía una copa de whisky en la mano. Su mirada era sombría, pero cuando me vio, un destello de ira cruzó sus ojos. Fabiana, al verme, se separó de él como un resorte, alisándose el vestido. Su labial estaba corrido, su cabello revuelto. Las marcas en el cuello de Hugo eran inconfundibles, frescas incluso a la distancia. Habían estado ocupados.
No sentí nada. Ni celos, ni dolor, ni rabia. Solo una profunda indiferencia. Era como ver una película, una historia que ya no me pertenecía.
Caminé directamente hacia la escalera, mi rostro una máscara de piedra. No los miré. No les di el placer de verme afectada.
"¿Adónde vas?" La voz de Hugo era áspera, ronca por el alcohol.
No respondí. Sentí sus ojos en mi espalda, los de Fabiana también. Pero no me detuve. Subí las escaleras, mis pasos firmes, decididos. Entré en la habitación que una vez había sido mía, la que Fabiana reclamaba ahora.
Abrí el armario. Con manos metódicas, empecé a empacar mis cosas. No había mucho. La mayoría de mis pertenencias eran regalos de Hugo, cosas que me había comprado para llenar el vacío de su ausencia.
No quería nada de eso. Elegí solo lo esencial, la ropa más simple, las pocas cosas que realmente eran mías. Cada artículo que metía en mi maleta era un paso más hacia mi libertad, un corte más con el pasado.
Cuando terminé, mi maleta era pequeña, ligera. Me di la vuelta. Fabiana ya no estaba. Hugo estaba solo en el salón, bebiendo. Su cabeza estaba inclinada, su figura un cúmulo de sombras en la penumbra.
Levantó la cabeza lentamente cuando sintió mi presencia. La luz tenue de la habitación no permitía ver bien su expresión, pero su voz... su voz era inconfundible.
"¿Te vas?" preguntó, su voz baja, casi inaudible sobre el tintineo del hielo en su vaso. Había una mezcla de sorpresa y algo más, algo que no pude identificar, en su tono.
"Sí," respondí, mi voz carente de emoción.
"¿Adónde?" Su voz se endureció, un atisbo de la vieja autoridad reapareciendo.
"Lejos," respondí, sin dar más detalles. No le debía explicaciones.
De repente, Hugo tiró la copa al suelo. El cristal se hizo añicos, esparciendo esquirlas por la alfombra. Se levantó, el vaso humeante en la mano, sus ojos rojos de ira y alcohol.
Se acercó a mí, sus pasos pesados y erráticos. Su aliento olía a whisky, un hedor amargo que me revolvió el estómago.
"¡No puedes irte!" gritó, su voz un rugido. Me agarró el brazo con una fuerza brutal, sus dedos apretando mi piel. "¡No puedes dejarme! ¿Crees que puedes simplemente desaparecer después de arruinarlo todo?"
Me sorprendió su ataque, pero no me moví. Sentía el dolor físico, pero de nuevo, me era ajeno.
"¡Tu comentario! ¡Fabiana está llorando! ¡Don Leopoldo en el hospital por tu culpa! ¡Estás destrozándome! ¿Es eso lo que quieres? ¿Verme destruido?"
"No es lo que quiero," respondí, mirándolo fijamente, sin parpadear. "Es lo que te mereces. Tú lo causaste."
"¡Mentirosa!" gritó, sacudiéndome. "¡Estás celosa! ¡Celosa de Fabiana! Siempre has querido mi atención. Siempre has sido una... ¡una arrastrada!" Su voz era un gruñido. "¡Pero esta vez no te saldrás con la tuya! ¡No vas a dejarme!"
Sus ojos se nublaron, llenos de un deseo febril, un deseo retorcido y sucio. "Quieres atención, ¿verdad? ¡Te daré atención! ¡Te daré lo que tanto anhelas!" Sus manos se movieron, rasgando la tela de mi blusa. El sonido del desgarro resonó en la habitación.
Me arrastró hacia el dormitorio. Me resistí, mis piernas flaquearon bajo su fuerza bruta. "¡Hugo, estás borracho! ¡No sabes lo que haces!" grité, mi voz finalmente encontrando un poco de fuerza.
"¡Sé exactamente lo que hago!" Su voz era un rugido salvaje. "¡Sé que te quiero! ¡Sé que eres mía! ¡Siempre lo fuiste!"
"¡No! ¡Nunca más! ¡Piensa en nuestro hijo, Hugo! ¡Piensa en lo que perdimos!" Grité, desesperada, intentando inyectar algo de cordura en su mente nublada.
Pero él no escuchaba. Sus ojos estaban en blanco, ausentes. El alcohol lo había convertido en una bestia. Me arrojó sobre la cama, la cabeza golpeó contra el cabecero de madera con un golpe seco. Un dolor agudo explotó en mi nuca.
Sentí su peso sobre mí, su aliento caliente y fétido en mi rostro. Su boca se estrelló contra mi hombro, no en un beso, sino en una mordida salvaje. Sentí el dolor agudo, el sabor metálico de la sangre. Un grito se ahogó en mi garganta.
Con la poca fuerza que me quedaba, lo empujé. No esperaba que cediera. Pero lo hizo. Lo empujé con tanta fuerza que se cayó de la cama. En un instante, recogí el resto de mi fuerza y le di una bofetada.
El sonido resonó en la habitación, más fuerte que el golpe que me había dado Fabiana. Su cabeza se giró, un hilo de sangre brotó de la comisura de sus labios.
Hugo se levantó, volviéndose contra mí con una furia desatada. Pero esta vez, no era solo alcohol. Era algo más. Una energía oscura, una rabia primigenia que emanaba de él. Sus ojos ardían con una intensidad aterradora.
Mi cuerpo, ya debilitado por el aborto y la convalecencia, no pudo soportar más. Me tambaleé, mi cabeza palpitaba por el golpe contra la madera. Todo a mi alrededor empezó a dar vueltas.
"¿Tan débil eres?" La voz de Hugo era un gruñido, su rostro una máscara de furia y confusión. "¡Qué diablos te pasa!"
"Hugo..." Intenté hablar, intenté explicarle, pero mi cuerpo me traicionó. Mis piernas se doblaron. Caí.
Un velo negro cubrió mi visión. Lo último que escuché fue un grito ahogado, mi propio grito, antes de que todo se volviera oscuridad.
...
Desperté sobresaltada, el sonido de voces alteradas a mi alrededor. Un zumbido, un murmullo. Me dolía la cabeza, una punzada constante detrás de mis ojos. Lentamente, abrí los párpados. Techo blanco. Pitidos de máquinas. El olor a antiséptico. Había vuelto al hospital.