Las Cenizas de Nuestro Amor
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Las Cenizas de Nuestro Amor

Gavin
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Capítulo 1

Mi madre murió por protegerme y en el mismo ataque perdí al bebé que esperaba. Creí que al fin sería libre de mi jaula de oro, pero el infierno apenas comenzaba.

Mi esposo, Hugo, no solo me culpó de todo, sino que se refugió en los brazos de su amante, Fabiana, la misma mujer que orquestó mi desgracia.

Mientras yo me recuperaba, ella me envió un video íntimo con él, burlándose de mi dolor.

La crueldad fue tal que el abuelo de Hugo, Don Leopoldo, al enterarse de la verdad, sufrió un infarto fulminante y murió.

Con mi madre y mi hijo muertos, y el último pilar de la familia Serrano derrumbado, las cadenas que me ataban a ese mundo de apariencias y dolor se rompieron para siempre.

En el funeral, Hugo, destrozado, me rogó que me quedara.

"Es demasiado tarde", le dije, y me di la vuelta, lista para reclamar la vida que me habían robado.

Capítulo 1

Silvana POV:

Mi madre murió por protegerme, y yo perdí al hijo que llevaba dentro en ese mismo ataque. Ahora, mientras mi cuerpo se recupera, solo me queda una verdad: la jaula de oro en la que vivía acaba de derrumbarse, y yo, por fin, soy libre.

El techo blanco del hospital me miraba fijamente. No era un techo lujoso, no como los que solía ver en la mansión Serrano. Era simple, limpio, y en cierta forma, liberador.

Podía escuchar el suave murmullo de las máquinas a mi alrededor, el pitido constante de un monitor que seguía el ritmo de mi corazón. Mi corazón, que ahora se sentía extrañamente vacío, pero también extrañamente ligero.

Mi mirada vagó por la habitación. Una maceta con una orquídea solitaria sobre la mesita de noche.

El aire olía a antiséptico y a algo más, algo que no podía identificar del todo, pero que me recordaba a la vida que había dejado atrás. Una vida llena de perfumes caros, flores exóticas y el aroma sofocante del poder.

Cerré los ojos. El dolor físico era una constante, un recordatorio agudo de todo lo que había sucedido. Pero el dolor emocional, ese que me había consumido durante años, ese se sentía diferente ahora.

Ya no era una herida abierta, sino una cicatriz fría y endurecida. Me sentía vacía, sí, pero esa vacuidad no era sufrimiento. Era la ausencia total de ataduras.

Mi madre. Su sonrisa, su voz, su amor incondicional. Todo se había ido. Y con ella, la única razón por la que soportaba a Hugo Serrano y su mundo de apariencias. La única razón por la que seguía respirando en esa jaula de oro. Ahora ya no.

El bebé. Mi pequeño, el que nunca llegaría a conocer la luz del sol. Se había ido también. Una parte de mí, arrancada brutalmente. Pero incluso esa pérdida inmensa, en este momento, no me encadenaba. Me liberaba. No tenía que luchar por dos vidas, solo por la mía. Y mi vida, ahora, era mía para recuperarla.

Un sonido estridente rompió el silencio de mi habitación. Era mi teléfono. Una vibración insistente contra la mesita. Lo ignoré. No quería hablar con nadie. No tenía nada que decir.

Pero la vibración continuó, implacable. Finalmente, lo tomé. Era un número desconocido. Dudé. Quizás era del hospital, un mensaje importante. Deslicé para contestar.

"¿Silvana? ¡Por fin contestas, ingrata!" La voz al otro lado de la línea era aguda, familiar, y rebosaba un odio que conocía demasiado bien. Fabiana Victoria. Mi pulso se aceleró, no por miedo, sino por una punzada de tedio.

"¿Qué quieres, Fabiana?" Mi voz salió plana, sin emoción. Me sorprendió a mí misma lo indiferente que sonaba.

"¿Qué quiero? ¡Ja! ¿Crees que puedes simplemente desaparecer después de todo el caos que has causado?" Su risa era falsa, estridente, como vidrios rotos. "Don Leopoldo está furioso. ¡FURIOSO! Y todo por tu culpa, por tus celos enfermizos."

"¿Mi culpa?" repetí. Mi mirada se posó en la cicatriz que sentía en mi abdomen, invisible para ella, pero tan real para mí. "No tengo tiempo para tus juegos, Fabiana."

"¡Ah, no! ¿Demasiado ocupada recuperándote de tu 'tragedia'?" El desprecio en su voz era palpable. "No creas que no sé lo que hiciste. Sabes que a Hugo no le gusta que lo avergüencen. ¡Y tú lo arrastraste al fango con tu circo!"

"No hice nada," respondí, mi voz aún monótona. No había energía en mí para discutir. No había ira, no había dolor. Solo un cansancio profundo.

"¡Claro que sí! ¡Tu madre, tu patético drama! Don Leopoldo está al borde de un ataque por tu culpa, ¿sabes? Su corazón no es de hierro." La voz de Fabiana bajó a un susurro amenazante. "Si algo le pasa, será tu responsabilidad. Tuya."

Una risa casi inaudible escapó de mis labios. "¿Mi responsabilidad?" La miré fijamente, aunque ella no podía verme. "No me importa. Ya no me importa nada que tenga que ver con los Serrano."

Hubo un silencio al otro lado de la línea. Fabiana parecía desconcertada por mi reacción. No esperaba esta frialdad. Ni yo misma la esperaba, para ser honesta. Pero era real. Era la nueva Silvana.

"¿Qué diablos te pasa?" Su voz era una mezcla de sorpresa y rabia.

"Nada," respondí. "Estoy cansada de sus dramas, Fabiana. De los tuyos, de los de Hugo, de los de Don Leopoldo. Estoy cansada de ustedes."

"¡Cansada! ¡Por favor! Eres una don nadie. Siempre lo fuiste.

¿Crees que porque perdiste a ese... 'hijo' ... ahora tienes derecho a ser una mártir? ¡Ja! Ni siquiera lo conociste, ni siquiera era nada." Su voz se volvió cortante, hiriente. "

Por cierto, ¿sabes qué es lo más gracioso? El pequeño... el nuevo bebé de Hugo... sí, el que yo le voy a dar... él sí tendrá un nombre. Y un legado."

Mis ojos se estrecharon. Un nuevo bebé. Fabiana, tan descarada como siempre. Estaba tratando de romperme, de encontrar el último hilo de emoción que quedaba en mí. Pero no lo había.

"Ese bebé le dará a Hugo la estabilidad que tú nunca pudiste ofrecerle," continuó Fabiana, su voz ahora llena de una complacencia cruel. "Me ama a mí. Me quiere a mí. Siempre me ha querido a mí. Y ahora, con mi hijo, nadie podrá quitarme mi lugar."

"Felicidades," dije, sin un ápice de sarcasmo. Era una declaración de hechos. No había nada que pudiera hacer.

"¿Felicidades? ¿Eso es todo lo que tienes que decir?" Fabiana sonó genuinamente perpleja. "Pensé que te pondrías histérica, que me suplicarías. Siempre fuiste tan débil, tan patética."

"Lo era," admití. "Pero ya no."

"¡Escúchame bien, Silvana! Yo soy la Señora Serrano ahora. Y tengo el poder de hacer de tu vida un infierno. No te librarás tan fácilmente de nosotros. Te perseguiré. Te recordaré cada día lo que perdiste.

Te haré pagar por cada humillación." Su voz se elevó, volviéndose una amenaza abierta. "Tu sufrimiento será mi droga. Y no te dejaré morir fácilmente."

Recordé los años. Las noches que pasé sola en la mansión, mientras Hugo se divertía con Fabiana en alguna fiesta de alta sociedad. Las portadas de revistas, las fotos, los chismes. Mi corazón se encogía un poco más cada vez. Mi madre, Emilia, me decía que aguantara, que era por su bien, por su tratamiento. Por eso lo soportaba. Por ella.

Recuerdo la última vez que intenté enfrentarme a Hugo por sus infidelidades. Fabiana se había encargado de que me viera como la loca celosa. Hugo, con su típica arrogancia, me había dicho que dejara de hacer dramas.

Que mi lugar era administrar la casa y sonreír. Que si no era feliz, podía irse. Pero no podía. Mi madre dependía de mí.

Recuerdo su sonrisa burlona cuando la humillación se hizo pública.

Recuerdo la vez que, en un evento benéfico de los Serrano, Hugo bailó con Fabiana toda la noche, ignorándome por completo, mientras los flashes de las cámaras explotaban a nuestro alrededor.

Yo solo sonreía, una sonrisa hueca, el alma hecha pedazos.

Intenté mantener la relación, intenté creer en el amor que alguna vez sentí. Pero cada intento era un clavo más en el ataúd de mi esperanza.

Ahora, mi madre estaba muerta. Mi hijo, también. Eran mi ancla, mi prisión.

Y ahora que se habían ido, la única persona que me ataba a este tormento había desaparecido. Ya no había ataduras. Había terminado.

"Mi madre y mi hijo están muertos, Fabiana," dije. Mi voz era un hilo, pero firme. "Y con ellos, todo lo que me ataba a la familia Serrano. No tengo nada que perder. Y tú, querida, ya no tienes nada que ganar conmigo."

Un silencio pesado. Fabiana no entendía. No podía entender.

"Quiero el divorcio," anuncié, las palabras saliendo fácil, sin esfuerzo. "Y te aconsejo que no me busques más."

Colgué. El sonido del teléfono al caer sobre la mesita resonó en la habitación silenciosa. Un eco final para una vida que había terminado, y otra que acababa de empezar.

Luego miré a la enfermera que estaba a mi lado. "Necesito que me ayude a hacer los arreglos para el entierro de mi madre. Y el de mi bebé." Mi voz era clara, mi resolución inquebrantable. "Quiero que se vayan a casa. A nuestro hogar."

Horas más tarde, el taxímetro se detuvo frente a la mansión Serrano.

El coche olía a hospital y a la tristeza que me acompañaba, pero por primera vez en mucho tiempo, también olía a libertad.

Abrí la puerta y bajé, mis pasos resonando en el empedrado. El sol de la tarde se filtraba entre los árboles, proyectando sombras largas y distorsionadas.

La mansión, que una vez fue mi jaula, ahora parecía un monumento vacío a mi pasado.

Fabiana estaba en el umbral de la puerta principal, esperándome.

Llevaba un vestido ajustado de seda, su cabello rubio impecablemente peinado.

Su rostro, usualmente marcado por una sonrisa de superioridad, ahora estaba contraído en una mueca de desprecio.

"Vaya, vaya. La viuda negra ha vuelto de entre los muertos," dijo, cruzándose de brazos. Su tono era mordaz.

Ignoré su comentario. Mi mirada recorrió su figura. La vio con una claridad brutal, la misma que había usado para colgarle el teléfono. No había nada en ella que me afectara.

"Te ves horrible, Silvana," continuó, sus ojos evaluando mi cuerpo demacrado por el aborto y la enfermedad. "Más delgada que nunca. Sin ese brillo en los ojos que tanto irritaba a Hugo."

"Me alegro de que estés contenta," respondí, mi voz sin inflexión.

Ella dio un paso hacia mí, su sonrisa se expandió en una mueca de triunfo. "Parece que mi llamada te sentó de maravilla, ¿eh? La verdad es que me encanta verte así, tan... rota." Se acercó más, su voz bajando a un susurro cruel que solo yo podía escuchar. "Por cierto, he decidido que la habitación de huéspedes principal es demasiado pequeña para nuestro futuro bebé.

Así que... nos mudaremos a la tuya. La que compartías con Hugo."

Mis ojos se encontraron con los suyos. No parpadeé.

"Y tú," añadió, su voz más fuerte ahora, "te encargarás de limpiar y preparar la habitación de invitados para el nuevo personal. Necesitaremos más gente con la llegada del bebé. Considera que es tu última tarea antes de que te largues de aquí."

Me quedé inmóvil, mi rostro una máscara de calma. Fabiana se deleitaba con el silencio, esperando una reacción, una lágrima, una súplica. Pero no hubo nada.

Ella se rió, una risa hueca y sin alegría. "Tu dolor es mi afrodisíaco, Silvana. Me encanta verlo." Se acercó, su aliento dulce y pesado, y pasó una mano por mi mejilla, con una crueldad calculada. "Espero que no se te olvide limpiar el baño. No quiero ni una sola mancha."

Ella retrocedió, esperando con ojos brillantes a que me derrumbara. Esperaba que su humillación fuera mi castigo. Pero yo solo sentí... nada. Su crueldad rebotaba en mí como una bala en un escudo. No había fisuras.

Fabiana suspiró, visiblemente decepcionada. Se dio la vuelta con un movimiento impaciente de su vestido. "En fin," dijo, "dónde está el niño? ¿Se lo llevaron ya a Don Leopoldo?"

"Sí," respondí. "Don Leopoldo se lo llevó hace un rato. Dijo que quería tenerlo cerca." Las palabras salieron de mi boca sin un pensamiento. Solo quería que se fuera.

En ese momento, su teléfono sonó. Fabiana lo sacó de su bolso, su rostro se iluminó con una expresión de anticipación. Su sonrisa se desvaneció un instante después. Su piel se puso pálida y sus ojos se abrieron de par en par. "¡¿Qué?!" gritó, su voz aguda y llena de pánico. "¡No! ¡No puede ser!"

Antes de que pudiera procesar lo que sucedía, Fabiana levantó la mano y me abofeteó con una fuerza brutal. Mi cabeza se giró, un zumbido agudo llenó mis oídos.

El impacto me hizo tambalearme, la fuerza de la bofetada envió una punzada de dolor a través de mi mejilla, pero no la sentí completamente. Era como si mi cuerpo se hubiera desconectado del dolor.

"¡Tú! ¡Tú eres la culpable!" gritó, su voz ahora histérica, la cara contorsionada por la rabia. "¡Por tu culpa todo esto se ha ido al demonio! ¡Por tu culpa Don Leopoldo...!"

Una de las sirvientas, la Sra. Elena, se acercó rápidamente, sus ojos llenos de preocupación. "¡Señorita Fabiana, por favor! La señora Silvana aún no se ha recuperado del todo. ¡Está muy débil!"

Fabiana ignoró a la sirvienta. Sus ojos estaban fijos en mí, llenos de un odio irracional. "¡Es tu maldita culpa! ¡Siempre fuiste una carga! ¡Una desgracia!"

Susurró algo incomprensible, su voz ahogada por la rabia, y luego se dio la vuelta, el vestido de seda ondeando a su paso, y corrió hacia la calle, donde un coche ya la esperaba.

Ni siquiera se giró para mirarme. Su preocupación, si es que la había, era para otra persona. Para la persona a la que acababa de hablar por teléfono.

La Sra. Elena me miró con lástima. Sus ojos estaban llenos de una tristeza profunda, pero mi rostro permanecía impasible. No sentía nada. El golpe, la acusación, la histeria de Fabiana... todo era lejano.

En mi mente, era como si una parte de mí se hubiera marchado hace mucho tiempo, dejando solo la cáscara. El amor, la esperanza, la ira, el miedo...

todo eso se había desvanecido, consumido por el fuego de la traición y la pérdida. Los golpes de la vida, uno tras otro, habían erosionado mi capacidad de sentir hasta que solo quedaba un desierto árido.

Silencio. Un vacío infinito. Eso era lo que habitaba en mi interior.

Fabiana creía que había ganado. Creía que mis lágrimas serían su victoria. Pero no había lágrimas. Solo una profunda indiferencia. La única victoria que anhelaba era la de mi propia paz. Y para eso, necesitaba desaparecer. Llevarme las cenizas de mi madre y el recuerdo de mi bebé, y convertirme en una sombra, lejos de este mundo de opulencia y veneno.

La Sra. Elena, con su voz suave y llena de compasión, me preguntó, "Señora Silvana, ¿está bien? ¿Necesita que llame a un médico?"

No respondí. Sentía el dolor físico, sí, el ardor de la mejilla, el cansancio en mis huesos. Pero era un dolor distante, como si le estuviera sucediendo a otra persona. Mi mente estaba en otro lugar, en la imagen de un camino polvoriento, lejos de aquí, donde nadie me conociera.

Mi corazón, una vez un jardín exuberante de emociones, era ahora un terreno baldío. Fabiana había ganado la batalla por la atención de Hugo, por el glamour, por el estatus. Pero yo había ganado la mía por la libertad. Y eso, en este momento, lo era todo.

Apenas me di cuenta cuando la Sra. Elena empezó a hablar por teléfono, llamando a alguien, supongo que a un médico. Me dejé caer en el sofá más cercano, cerrando los ojos. Mi cuerpo dolía, pero mi alma, por fin, anhelaba la quietud. La quietud de la nada.

Quería borrarlo todo. Las caras, las voces, el lujo, el dolor. Quería ser solo yo, Silvana, sin el apellido Serrano, sin el peso de un pasado que me había ahogado. Quería la paz. Una paz duramente ganada, pagada con la sangre de los míos y con mi propia inocencia.

Escuché pasos apresurados y voces que se acercaban. Un médico, supongo. Sentí unas manos suaves revisando mi pulso.

"Necesita descansar, señora," dijo una voz masculina, suave pero firme. "Mucha paz y tranquilidad."

Paz. Tranquilidad. Esas eran las únicas palabras que tenían sentido para mí ahora. Quería esa paz más que a la vida misma. Más que al recuerdo de un amor perdido o a la promesa de una venganza. Solo quería desaparecer.

            
            

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