La madre Calloway, jefa del monasterio y orfanato, la había mirado con desprecio des de incluso antes de que comenzara a hablar, fue suficiente con la entrada para que esta ni siquiera fingiera neutralidad. Sabía quien era, la vergüenza de los Stone.
Ariel arqueó una ceja mirando hacia el suelo mientras intentaba con todas sus fuerzas morderse la lengua para no enseñarle a la monja lo que había aprendido una mujer impura en una ciudad como Nueva York.
Respiró hondo. Tenía que encontrar otra manera. Debía haber otra manera. Con la violencia no iba a llegar a ninguna parte. Sus padres se habían encargado de amargarle la vida aún después de morir. Absolutamente genial, pensó con amargura la ojiverde. Muy propio de ellos. Una jugada brillante.
-Mire señora Calloway, tengo mucho dinero y podría ser muy generosa si ustedes me conceden la tutela de mi hermana. Yo le podría dar los mejores cuidados, el amor que necesita en un momento como ahora...Le podría devolver la vida normal que le ha sido arrebatada-intentó aclarar Ariel, pero en su voz la angustia de no poder hacer nada para sacar a su hermana ya era más que visible. Tragó saliva con fuerza ante la fría mirada que le había dedicado la madre Calloway a modo de respuesta.
Ni en broma pensaba en casarse y menos aún obligada por una monja que la trataba como si fuese basura. Estaba totalmente empeñada en encontrar otra forma, como si la opción de casarse resultará prácticamente su muerte.
Ante el silencio de la monja, Ariel decidió levantarse de forma brusca del sillón de terciopelo.
-Nos volveremos a ver las caras-aclaró con rabia Ariel.
La señora Calloway se dedicó a darle una mirada de desaprobación, y luego miró hacia la puerta en señal de haber dado por finalizada la conversación, si es que en algún punto habían conversado. Ya que para conversar no solo hay que tener voluntad de hablar sino de escuchar, sin eso último no distinguiríamos una charla, conversación, diálogo de un monologo.
Por segunda vez en el mismo día, Ariel sintió prácticamente la lengua desgarrarse, por la presión ejercida sobre esta, al haber cerrado la boca cuando debía. Que duro había sido para ella. En esos últimos años su boca había sido su única defensora, nadie velaba por ella, excepto ella misma. La vida le enseñó que el ataque era la mejor defensa, aunque aprenderlo no había sido un cuento de hadas tampoco.
Lo que realmente quería era limpiarle bien las orejas a esa monja. Tenía ganas de matar a esa bruja que se creía con el derecho de opinar y juzgarla. Si ella supiese que clase de vida tenía en Nueva York...Sonrío con amargura.
(***)
-Sobrina, gracias a dios, ¿Cómo has estado? Los criados me dijeron que habías salido a primera hora y ayer por la noche llegaste muy tarde, a mis brazos pequeña-sollozó de forma dramática e hipócrita Patricia Melbourne en los brazos de su sobrina.
Patricia, siempre había odiado a Ariel por haber llamado la atención de Hunter, cuando su hija Melanie, nunca, a pesar de haber hecho varios intentos, lo consiguió. Odiaba que Ariel sin hacer nada, sólo mover esa melena castaña y esos ojos verdes, consiguiera el favor de cualquier hombre, al igual que su fallecida hermana había conseguido el corazón del hombre que ella había amado. Pero eso era agua pasada. Melanie, su hija, estaba internada en un convento y Alaska y John, muertos. Lo que debía hacer ahora era sobrevivir, y si para hacerlo tendría que chupar los zapatos de la zorra santurrona insípida de Ariel, así lo haría. No perdería sus privilegios en Aqueo aunque la vida le fuese en ello.
Por su parte, y durante un momento Ariel dudó en creer los sentimientos de su tía, dudó de que esa mujer fuera una arpía, pero luego recordó que las tierras y la hacienda estaban a su nombre y entonces todo le cuadró. Esa mujer la quería usar. No quería quedarse en la calle, eso era todo.
Después del pasado que compartían habría jurado que su tía no tendría el descaro de seguir estando en esa casa y menos aún después de haber enviado a su hermana a ese maldito orfanato, sola y desamparada.
-Querida tía pensé que con mi llegada ya habrías tenido la entereza y la dignidad de irte de esta casa...-poco a poco a medida que iba hablando Ariel sintió la rabia apoderarse de cada poro de su piel-¿Cómo has sido capaz, maldita vieja loca, de entregar a mi hermana como si fuese una carga?...-bramó-¿Enserio creías que así la hacienda seguiría siendo tuya?-preguntó fingiendo sorpresa-Qué mujer más estúpida...Y más por quedarte aquí hasta mi llegada-añadió con el mismo tono-Quiero que te vayas pero antes hazme el favor de escuchar esto: vete al infierno. -concluyó-Me importa una mierda donde te vayas a quedar y aún menos con que dinero. ¿No me hiciste lo mismo a mí cuando supliqué clemencia? -hace una pausa para reír de forma forzosa y acaba su carcajada amarga con una mueca- Pero basta de hablar del pasado, ya dejo mi dramático monólogo digno de tu bienvenida aún, prueba otra vez y ahora ponte el doble de pimienta en los ojos para llorar, perra, para ver si puedes esconder el corazón de bruja, vieja arpía.
Mientras Ariel hablaba los sirvientes no pudieron evitar poner la oreja, algunos felices del regreso de Ariel, otros aliviados de no tener que soportar a su tía, otros estaban asustados por las consecuencias que podría haber, pero todos sorprendidos ante la nueva actitud de Ariel, la niña que habían conocido, jamás volvería y por haberle dado la espalda ahora todos tendrían que marcharse.
Por otra parte, Patricia Melbourne, sentía el rubor extenderse cada vez más al darse cuenta de que los criados estaban viendo la escena. Sentía vergüenza y rabia, pero sobre todo impotencia.
-Veo que ahora eres el doble de zorra que antes, pero tranquila querida, los criados se irán, ya veremos cómo te manejas sola en una hacienda de hombres. Pero sabiendo lo ligera que eres seguro que no te costará nada seducirlos a todos...-declara con amargura la adulta antes de dar media vuelta y subir las escaleras hacia su habitación.
Esto no se iba a quedar así. Muy pronto cuando su mejor amiga Megan hiciera que su rico hijo destrozara la vida de su sobrina y así recuperar lo que siempre había aspirado a tener Patricia, la fortuna de John. El hombre que la hizo pensar y anhelar el amor pero que luego prefirió a la mosquita muerta de su hermana Alaska. Miró de nuevo a su sobrina, de espalda eran iguales. Quiso golpearla pero prefirió aliviar su odio con la idea de verla destruida suplicando de nuevo clemencia, como debía de ser.