El día de mi boda, en la imponente nave de la hacienda familiar, mientras el sacerdote hablaba del amor eterno, sentí que, de algún modo mágico, había renacido.
Mi mirada se posó en Javier Mendoza, mi futuro esposo, y el mundo se desdibujó para mostrarme con una claridad aterradora la imagen del cuchillo helado hundiéndose en mi espalda.
En mi vida anterior, este mismo hombre, junto a Sofía, su amante, me despojó de todo: mi vasta herencia, el imperio de aguacates de mi familia y, finalmente, mi existencia.
Morí sola, traicionada, mientras su ambición brillaba inquebrantable.
Ahora, llevaba el mismo vestido blanco, en la misma iglesia, a punto de repetir la farsa.
La sonrisa de Javier, antes cegadoramente encantadora, solo despertaba náuseas y un doloroso amargo recuerdo.
¿Cómo podía un alma regresar de tal deshonra? ¿Por qué la vida me ofrecía una segunda oportunidad para este mismo calvario?
Pero en lugar de la desesperación que me consumió antes, una fría y calculada determinación invadió cada fibra de mi ser.
Ya no había lugar para lágrimas ni súplicas.
Mi "Acepto" rompió el silencio nupcial con una firmeza que sorprendió hasta al propio Javier.
No era el inicio de un matrimonio, sino el comienzo de una venganza que duraría dieciocho años.
Cada paso suyo, cada aliento de alegría robada, se convertiría en una pincelada de su propia y lenta destrucción.
Esta vez, ellos mismos forjarían las cadenas de su perdición, mientras yo los observaba desde la sombra.