El eco de una llamada vieja resonaba en mi cocina, una voz llena de orgullo:
-Mamá, ¡me dieron el proyecto de la mina de San Lorenzo! La misma donde papá...
Pero esa voz, la de mi Camila, se cortó, y yo completé en mi mente: "Donde lo secuestraron y lo dieron por muerto."
La última vez, sonreí, la abracé. Esa misma noche, el cártel la silenció para siempre.
Hoy, mi café seguía caliente, el sol entraba por la misma ventana, el calendario marcaba la misma fecha.
No era un recuerdo. Estaba sucediendo otra vez.
El horror me paralizó. Mi hija entró a la cocina, radiante con el mismo vestido amarillo.
-¡Mamá, tengo noticias increíbles! ¡El proyecto de la mina de San Lorenzo es mío!
Ahí estaba. El principio del fin.
Intenté advertirle:
-No vayas, Camila. Es peligroso.
Pero entró mi hermana Elena y su esposo Javier, siempre sin tocar.
-¡Felicidades, sobrina! -exclamó Elena, con un destello de triunfo en sus ojos al verme.
Sacó su celular.
-Deberíamos organizar una cena para celebrar antes de que Cami se vaya a San Lorenzo la próxima semana.
Estaban filtrando la información. A propósito.
Me lancé, intentando arrebatarle el teléfono.
-¿Qué haces? ¿A quién le estás diciendo?
Elena me empujó. Javier se interpuso, agarrándome.
-Ya cálmate, Sofía. Estás haciendo una escena. Estás asustando a tu hija.
Su agarre era doloroso, su mirada fría. Me empujó. Caí.
Mi familia, quienes debían protegerla, la estaban entregando. Y yo era la única que lo sabía.
El ciclo había comenzado.