Juan, el charro más respetado de la hacienda, agonizaba en su cama.
Su propia esposa, Doña Elena, veía con frialdad cómo le extraían la sangre, una sangre destinada a salvar a Don Ricardo, el capataz, por quien, decían, se estaba muriendo Juan.
Pedrito, mi hijo de cinco años, entró corriendo, sus ojitos llenos de pánico al ver a papá tan pálido.
"Mamá, por favor, ayuda a papá," suplicó, "se está muriendo."
Pero ella, como una reina de hielo, me ignoró, sus ojos solo mostraban irritación fría.
"Tu padre está haciendo lo que debe, está cumpliendo con su deber para con esta hacienda," me dijo, y luego me mandó callar y me abandonó, dejándome a merced del cruel Ricardo.
Cuando volví al lado de mi padre, vi su respiración volverse más superficial, más débil.
Corrí a buscar ayuda, pero en el patio, Don Ricardo me detuvo, más sano que nunca, y con una sonrisa burlona me dijo: "Ladra para mí, Pedrito, ladra como el perrito que eres."
La humillación me ahogó, pero por mi padre, abrí la boca y un ladrido ahogado y patético salió de mi garganta.
Los sirvientes murmuraron sobre mi madre, sobre cómo me odiaba ¡incluso parecía que yo no era su hijo!
Mientras, Ricardo se reía a carcajadas, una risa que resonó en la peor noche de mi vida.
Papá, ¿por qué mamá nos odiaba tanto?
Ya no podía respirar, mi cuerpo se enfriaba, pero una última pizca de fuerza me ayudó a pedirle a Pedrito un último favor: "Necesito que me traigas un dulce de leche, mi niño. Y a partir de hoy, no solo serás Pedrito, serás 'El Justo' ."
Y así, mientras mi hijo corría por el dulce de leche, yo el charro Juan, moría.
Mi espíritu se elevó, y no sentí odio, solo una profunda y abrumadora tristeza, pues vi a mi alma y a mi pequeño Pedrito, solos en un mundo cruel, con una traición que nos había destrozado.