Regresé a mi hogar en Jerez, a la finca familiar de las Bodegas Solera Real, para darle una sorpresa a mi hermana Lucía.
Esperaba encontrarla plácidamente estudiando, preparándose para heredar nuestro negocio.
Pero lo que hallé me heló la sangre.
Lucía, mi dulce hermana, estaba en el patio principal, de rodillas sobre las piedras calientes, fregando el suelo con harapos y las manos en carne viva.
Su mirada, vacía, tardó en reconocerme.
"Los criados solo bebemos agua," susurró.
Mi madrastra Isabel apareció, la sonrisa de un depredador, y mi padre, Ricardo, asintió cobardemente a sus crueldades.
Me inmovilizaron, me quitaron el medallón de mi madre, mi herencia.
Vi cómo Lucía, como un autómata, repetía que estaba "feliz" y se arrastró para beber agua sucia de un cuenco para perros.
Era la humillación más cruel imaginable.
La rabia y la desesperación me invadieron al ver a mi hermana reducida a eso.
¿Cómo pudieron aniquilarla de tal manera?
¿Dónde estaban nuestros aliados, los que una vez protegieron nuestro legado?
Estaba sola, rodeada de caras hostiles, y mi propia familia me había traicionado.
Fue entonces cuando la cargué en mis brazos y, a regañadientes, la arranqué de ese infierno, llevándola a un hospital.
El médico confirmó mis peores temores: desnutrición severa, deshidratación, y un cuerpo cubierto de contusiones, cicatrices y quemaduras de cigarrillo.
Con cada desgarradora palabra, una furia fría se encendió en mi interior.
Sabía lo que tenía que hacer.
Volvería por ellos, y juro por mi madre que lo pagarían con creces.