La lluvia caía sin tregua sobre la ciudad, apagando los últimos resquicios del incendio que, horas antes, había consumido los viejos almacenes del registro civil. Entre el vapor que se alzaba desde las ruinas aún humeantes, los bomberos caminaban con rostros exhaustos y periodistas se apretaban tras las cintas amarillas, hambrientos por una historia.
Adam Delacroix no solía pasar por allí. Pero aquella mañana había decidido presentarse personalmente para evaluar los daños, ya que varios documentos de valor legal relacionados con su empresa estaban guardados en esos archivos. Bajó de su auto con el ceño fruncido, el paraguas en una mano y el móvil en la otra, atendiendo un llamado urgente de su asistente.
-Sí, revisa con el departamento legal si había copias digitales... -su voz se detuvo.
Había algo frente a él. O más bien... alguien.
Un niño, empapado de pies a cabeza, se aferraba a una manta rota, escondido entre dos contenedores metálicos ennegrecidos por el fuego. Tenía barro en la cara, la ropa desgarrada, y unos ojos oscuros que no parpadeaban. No lloraba. Solo observaba.
Adam lo miró, extrañado, mientras al otro lado de la línea su asistente repetía su nombre.
-Te llamo luego -murmuró antes de cortar.
Se acercó con cautela, como si el niño fuera un animal herido que podría huir en cualquier momento. A medida que se acercaba, sintió un peso en el pecho que no lograba explicarse. El niño no tenía más de seis años.
-¿Estás bien? -preguntó Adam, agachándose para ponerse a su altura.
El niño no respondió.
-¿Dónde están tus padres?
Silencio.
Adam tragó saliva. Había visto pobreza, había donado a cientos de fundaciones, había firmado papeles para ayudar a niños como ese. Pero nunca había tenido a uno tan cerca. Nunca había sentido ese tipo de conexión... como si lo conociera de alguna forma.
-¿Tienes un nombre?
El niño tardó unos segundos en responder. Luego, con voz débil, dijo:
-Leo.
Un nombre. Una grieta se abrió en el corazón de Adam.
Un oficial se le acercó por detrás.
-Señor Delacroix, encontramos a este niño vagando por la zona antes del incendio. Dicen que escapó de un centro de acogida esta madrugada. No tiene identificación, y con el incendio... bueno, cualquier registro sobre él se ha perdido. No sabemos quién es su madre. Nada.
Adam se quedó en silencio. Apretó los labios. El niño lo miraba con una mezcla de desafío y desconfianza, como si esperara que lo devolvieran al infierno del que había huido.
-¿Y qué harán con él? -preguntó Adam sin apartar la mirada del niño.
-Lo llevaremos de vuelta al centro... aunque ahora están saturados.
Una decisión impulsiva. Una locura para alguien como él.
-No -dijo Adam de pronto.
El oficial lo miró sorprendido.
-Me hago cargo. Haré los trámites. Quiero adoptarlo.
El niño lo miró con los ojos muy abiertos por primera vez. No dijo nada. Pero tampoco huyó.
Ese fue el comienzo.
Lo que ninguno de los dos sabía era que ese vínculo ya existía desde antes. Que aquella mirada que los conectaba no era fruto del azar, sino de una historia rota... una que había sido enterrada y olvidada.
Hasta ahora.