El mar golpeaba las rocas con fuerza, como si quisiera arrancarlas de su lugar. Isabella sostenía su cámara con manos firmes, aunque por dentro sentía que algo se desmoronaba. El viento le revolvía el cabello, pero no hizo el menor intento por atajarlo. Estaba cansada de luchar contra lo inevitable.
Tres semanas antes, su vida en Madrid había implosionado. Una traición. Una mentira. Un amor que le prometió todo y le quitó más de lo que estaba dispuesta a admitir. Y ahora, ahí estaba: en un rincón del mundo donde nadie la conocía, con una maleta medio vacía y un contrato temporal que le permitiría desaparecer durante un tiempo.
El Hotel Belmare se alzaba como un castillo moderno entre acantilados, lujo y silencio. Le habían pedido una serie de fotografías para promocionar la nueva línea de inversión extranjera. Era un proyecto grande. Lo suficiente para no pensar. O al menos eso esperaba.
-¿Isabella Romero? -la voz grave y con acento italiano la tomó por sorpresa.
Se giró. Y por un instante, olvidó respirar.
Un hombre se acercaba, vestido con un traje negro impecable que parecía parte de su piel. Alto, de hombros anchos, mirada de acero y expresión contenida. Había poder en su forma de caminar. En sus ojos oscuros. En la forma en que todos los que lo rodeaban se apartaban un poco al verlo.
-Soy Leonardo di Carli. -Extendió la mano, sin una sonrisa.
Ella la estrechó, y un leve escalofrío le subió por el brazo. Firme. Dominante. Como si su apretón dijera: "Sé quién soy. Y tú también lo sabrás."
-La fotógrafa. -dijo él, sin una pizca de emoción-. Espero profesionalismo. Este proyecto no admite distracciones.
Isabella alzó una ceja. Nadie le hablaba así. Nadie desde... desde él.
-No soy una turista con cámara. Vine a trabajar. -respondió con el mismo filo que él.
Por un segundo, algo parecido a una chispa bailó en los labios de Leonardo. No era una sonrisa. Pero casi.
-Bien. Nos veremos en la cena. -Y sin esperar respuesta, se alejó.
Ella lo observó marcharse. Y por primera vez en mucho tiempo, su corazón, tan acostumbrado al hielo, latió con un calor extraño.
Como si algo estuviera a punto de encenderse.
O de arder.