El olor a levadura y a pan recién hecho era el único consuelo de mi vida. Nuestra panadería, el legado de mis padres, era mi mundo, un santuario de trabajo duro y esperanza.
Pero esa noche, mi hermano Mateo, destrozado, me dijo que lo había perdido todo en una partida de truco contra Ricardo, "El Gallo". Veinte mil dólares: los ahorros de mamá, el aguinaldo, el préstamo para el horno.
El silencio en la cocina se volvió un hueco, un abismo que tragó nuestra esperanza. El futuro, que antes olía a pan caliente, ahora apestaba a ceniza. Habíamos perdido la casa, el sudor de papá, nuestro porvenir.
Mateo sollozaba, suplicando que huyéramos. "¡Se reirá de nosotros!", decía. Sentí un frío antiguo, no del suelo, sino de un pasado olvidado. ¿Cómo podía un hombre destruirnos tanto?
Tomé los últimos quinientos dólares y los papeles de la propiedad. Con una calma gélida que asustó a mi hermano más que un grito. "Llévame con Ricardo", le ordené. Porque la panadera estaba a punto de recordar la daga helada en su alma.
