La noche caía con un manto de sombras densas sobre la ciudad, donde las luces titilaban en la distancia como un lejano parpadeo de esperanza. La mayoría de las calles estaban vacías, salvo por las figuras ocasionales que se deslizaban por los bordes de la oscuridad, sumidas en su propio silencio. En un rincón olvidado de la ciudad, un callejón estrecho se extendía entre dos edificios viejos, sus muros rezumando el olor del concreto húmedo y de una soledad amarga.
Fue allí donde el destino eligió cruzar los caminos de Lucía Ferrer y un hombre que no parecía pertenecer a ningún lugar. Ella, de ojos grandes y asustados, con el cabello alborotado y la respiración agitada, intentaba liberarse de dos figuras imponentes que bloqueaban su salida. El miedo la había encontrado y la asfixiaba; nunca había sentido la violencia tan cerca, tan palpable en el aire. Sus súplicas apenas eran susurros que se desvanecían en la oscuridad.
De pronto, una voz grave y firme rompió el instante como un cuchillo afilado. Era una advertencia, una promesa de consecuencias para aquellos que osaran continuar. Lucía apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando una figura emergió de las sombras. Era un hombre de aspecto desaliñado, el cabello largo y enredado cayéndole sobre los hombros, con una barba desordenada que apenas dejaba ver la dureza de sus rasgos. Su ropa gastada, manchada de polvo y tiempo, indicaba que había vivido en las calles más de lo que cualquier persona consideraría razonable.
Con movimientos precisos y rápidos, el hombre apartó a los agresores con una fuerza que no se esperaba en alguien con su aspecto. Uno cayó al suelo, sujetándose el costado con un gemido de dolor, mientras el otro retrocedía, sus ojos brillando con una furia momentánea que pronto fue reemplazada por un miedo que le hizo escapar en la noche.
Lucía se quedó allí, paralizada por el choque de emociones. No sabía si correr o agradecerle a aquel extraño que se interponía entre ella y el peligro. Lo miró, aún temblando, intentando procesar lo que acababa de suceder. Sus salvador la observaba, no con la mirada inquisitiva o lujuriosa que ella había aprendido a temer, sino con una intensidad tranquila que la dejó sin palabras.
-¿Estás bien? -preguntó él, su voz grave sonando extrañamente cercana, como si las sombras no existieran entre ellos.
Lucía asintió lentamente, incapaz de articular respuesta alguna. Sin embargo, el miedo no la abandonaba por completo. El hombre dio un paso hacia atrás, aumentando la distancia entre ellos, como si intuyera la desconfianza que aún latía en sus ojos.
-Deberías irte a casa -añadió, con una gentileza inesperada en alguien con su apariencia.
Lucía no respondió de inmediato, sus pensamientos oscilaban entre el alivio y una sensación de intriga que no comprendía del todo. Finalmente, murmuró un "gracias" apenas audible antes de alejarse apresuradamente, sin siquiera preguntar el nombre de su salvador.
Aquella noche, mientras se desvanecía en el lujo de su hogar, con sus paredes altas y ventanas herméticamente cerradas, Lucía sintió que algo había cambiado en ella, un algo que no podría ignorar. Y en las calles, en la soledad de la oscuridad, el hombre vagabundo se quedó contemplando el lugar donde ella había desaparecido, sin saber que aquel encuentro fortuito sellaría sus destinos para siempre.
El callejón quedó en silencio, como un testigo mudo del momento en que una mujer de apellido importante y un hombre sin pasado comenzaron a escribir la historia de un amor que jamás debió existir.