Desperté con un jadeo ahogado, como si el aire de mi cuarto se hubiera vuelto denso de golpe. El sudor me corría por la nuca, pegándome el camisón a la espalda. Otra vez ese sueño. Otra vez él.
Sus ojos, tan oscuros que parecían tragarse la luz, me habían buscado justo antes de morir. Siempre era así: lo encontraba, lo veía sangrar, lo sentía morir... y él me miraba. No con miedo. No con dolor. Con... reconocimiento.
Y eso era lo peor.
Me senté al borde de la cama, presionando los dedos contra las sienes. La ciudad aún dormía fuera de mi ventana, y por un momento creí que el silencio me ayudaría a calmar ese temblor que no nacía del frío, sino de algo más profundo.
Algo en mí estaba cambiando. Podía sentirlo bajo la piel.
Tragué saliva y me obligué a ponerme de pie. Ya eran las seis. Tenía una hora para parecer una humana funcional y no una chica que ve morir al mismo hombre todas las noches.
Mientras me vestía, me descubrí mirándome al espejo como si esperara encontrar algo nuevo en mi reflejo. Pero seguía siendo yo: Helena, veintiséis años, archivista del Museo de Historia Natural, cero vida amorosa y una tendencia preocupante a hablar sola cuando se asusta.
Aunque hoy... no era del todo yo. Había algo en mi mirada. Una sombra. O un eco.
El museo estaba, como siempre, frío y lleno de murmullos. No de personas -aún era temprano-, sino de las paredes mismas, como si los objetos antiguos supieran algo que nosotros no. Esa idea me perseguía desde niña. Antes me reconfortaba. Ahora me erizaba la piel.
Estaba ordenando unas fichas de una colección egipcia cuando lo sentí.
No lo vi primero. Lo sentí.
Una corriente helada en el cuello, una punzada en la nuca. Me giré, y ahí estaba. Afuera, del otro lado del ventanal que daba al jardín central. De pie, con un abrigo largo y oscuro que lo hacía parecer salido de otra época.
Sus ojos. Eran sus ojos.
El mismo negro profundo. La misma intensidad. Como en mis sueños. Como en cada muerte.
No sé cuánto tiempo pasamos mirándonos. Un segundo, una eternidad. Pero fue suficiente para que mis piernas olvidaran cómo sostenerme y el mundo se redujera al cristal que nos separaba.
Parpadeé. Y él ya no estaba.
-¡Helena! -me sobresalté cuando Ruth, la restauradora, entró de improviso-. ¿Estás bien? Estás... pálida como una estatua.
Mentí. Dije que sí. Que solo había dormido mal. Que estaba distraída. Pero por dentro, el caos ya se había desatado.
Al salir esa tarde, crucé el parque que rodeaba el museo. Las hojas caídas crujían bajo mis botas, y el viento tenía ese olor metálico que presagia tormenta.
Lo sentí de nuevo. Más cerca.
Me giré bruscamente.
-No deberías caminar sola a estas horas -dijo él, saliendo de entre las sombras como si perteneciera a ellas.
Mis pies se detuvieron. Mi cerebro también. Lo tenía frente a mí. Vivo. Real. Alto, elegante, con una voz que sonaba como el murmullo de un río bajo tierra.
-¿Quién eres? -pregunté, mi voz más firme de lo que esperaba.
Él ladeó la cabeza, como si analizara mis huesos a través de la piel.
-¿Te has perdido alguna vez en tus sueños?
Me paralicé.
Su tono era sereno, pero cada palabra tenía filo. Su acento, imposible de ubicar. Algo ancestral. Como si el tiempo se hubiera estirado demasiado en sus labios.
-No sé de qué estás hablando -mentí, otra vez.
Me giré para marcharme, pero mis pasos se volvieron pesados. El aire entre nosotros vibraba, como si algo invisible me jalara hacia él. Como si una parte de mí, antigua y olvidada, supiera que pertenecía a sus manos.
No. Era peligroso.
Y sin embargo...
-Te veré pronto, Helena -susurró.
No le había dicho mi nombre.
Esa noche, el sueño fue distinto.
Él no sangraba. No moría. Esta vez, me miraba. Me hablaba, pero no podía escuchar lo que decía. Todo era neblina, eco, deseo contenido. Me extendía la mano.
-No te vayas -le dije. Grité.
Su silueta se deshacía. Me desperté con lágrimas calientes corriéndome por las mejillas.
No recordaba haber llorado dormida desde la muerte de mamá.
Me quedé ahí, enredada en las sábanas, con el pecho oprimido por una soledad que no entendía. Era como si hubiera perdido algo que no supe que tenía. Y la sensación era tan física, tan desgarradora, que me costaba respirar.
El silencio se volvió insoportable.
Me levanté, tambaleante, y fui al baño. Encendí la luz. Me miré.
Y entonces lo vi.
Una línea delgada, roja y seca, bajaba desde la base de mi cuello hasta la clavícula. Como si algo -¿alguien?- me hubiera rozado con una uña afilada.
Toqué la marca.
No dolía.
Pero tampoco era un rasguño.
Era una promesa.
O una advertencia.
Algo sobrenatural había cruzado la barrera entre mis sueños y mi piel.
Y yo no estaba lista.
Pero eso ya no importaba.
Porque algo me decía que ya había sido elegida.
-Dios mío -susurré, tocándome la garganta mientras el miedo me erizaba los brazos-. ¿Qué me estás haciendo?
La respuesta, tal vez, estaba en sus ojos.
O en la forma en la que, por primera vez, deseé que no muriera en mi próximo sueño.
Deseé que me llevara con él.