Me miró con regocijo, esperando que la chica rota de hace cinco años se pusiera a llorar.
Fernando solo observaba, con una sonrisa socarrona y aburrida en su rostro mientras me decía que me arrastrara de vuelta a la coladera de donde salí.
Querían una reacción. Querían a la chica histérica que habían destruido.
No tenían idea de que el recuerdo de la muerte de mi caballo había congelado todo dentro de mí, alimentando una rabia gélida que había hervido a fuego lento durante media década.
Ni siquiera miré la mancha. En lugar de eso, con calma, tomé una botella llena de champaña de la bandeja de un mesero que pasaba.
-No te preocupes -dije, mi voz peligrosamente serena-. Los accidentes pasan.
Luego blandí la botella y la estrellé contra su cabeza.
Capítulo 1
Punto de vista de Alana Ponce:
Hace cinco años, Fernando Garza, el hombre que se suponía que era mi tutor, mi hermano, me envió un video. Era de mi caballo de la infancia, Cometa, siendo llevado a un matadero. Su único pecado fue amarme más de lo que amaba a Fernando. Esta noche, en la gala benéfica anual de los Garza, planeaba devolverle el favor.
El recuerdo todavía se sentía como un frío que me había congelado por dentro, un frío tan profundo que había paralizado todo lo demás en mi interior. Durante cinco años, ese frío había sido mi combustible. Había construido mi empresa, afilado mi mente y me había traído de vuelta aquí, a este salón resplandeciente lleno de la élite de la ciudad.
Los vi al otro lado del salón. Fernando, tan guapo y carismático como siempre, con su brazo posesivamente alrededor de su prometida, Casandra Carrillo. Ella fue quien le había susurrado el veneno al oído, la asistente ambiciosa que me veía como una rival por el trono de la familia Garza. Su sonrisa era un corte venenoso de lápiz labial rojo.
Mi mano se apretó alrededor del tallo de mi copa de champaña. Javier, mi propio prometido, apretó mi otra mano, su calidez un ancla firme en la tormenta de mi pasado.
-No tienes que hacer esto, Alana -murmuró, su voz un bajo retumbar de preocupación.
-Sí, tengo que hacerlo -dije, mi voz tan fría como el hielo en mis venas-. Esto nunca se trató solo de mí.
Dejé el lado de Javier y comencé a caminar hacia ellos, cada paso un golpe deliberado de un tambor de guerra.
La multitud se abrió a mi paso. Al principio no me reconocieron. La chica que recordaban era una protegida silenciosa y rota de los Garza. La mujer que caminaba hacia ellos ahora era alguien completamente diferente.
Casandra me vio primero. Su sonrisa vaciló, un destello de confusión en sus ojos. Luego, el reconocimiento amaneció, seguido de una mueca de desprecio.
-Vaya, miren lo que trajo el viento -dijo, su voz goteando condescendencia-. Alana Ponce. Me sorprende que te dejaran entrar. Pensé que estarías... en otro lugar.
La cabeza de Fernando se giró. Sus ojos, el mismo azul penetrante que había atormentado mis pesadillas, se abrieron por una fracción de segundo. Lo ocultó bien, su máscara de arrogancia aburrida volviendo a su lugar. Pero lo vi. Vi el destello de algo que no era aburrimiento en absoluto.
-Casandra, querida, sé amable -dijo con vozarrón, aunque sus ojos nunca dejaron mi rostro-. Ha pasado mucho tiempo, Alana.
-No lo suficiente -respondí, mi voz plana.
Casandra dio un paso adelante, posicionándose entre Fernando y yo, una reina mezquina protegiendo a su rey.
-¿Qué quieres? ¿Te quedaste sin dinero? Fernando ya no es tu banco personal.
Sus palabras estaban destinadas a picar, a recordarme a la chica sin un peso que él había echado. Pero no me tocaron. Nada de lo que pudiera decir podría tocar el núcleo congelado dentro de mí.
La ignoré y mantuve mis ojos en Fernando.
-Vine a darte algo -dije.
Casandra se rio, un sonido agudo y desagradable.
-¿Qué podrías darnos tú? ¿Una historia triste?
De repente, "tropezó", su copa de vino tinto se derramó hacia adelante, empapando el frente de mi vestido de seda blanco. Un jadeo colectivo recorrió a los espectadores.
-¡Oh, por Dios, lo siento mucho! -exclamó Casandra, llevándose la mano a la boca en una perfecta imitación de sorpresa-. ¡Qué torpe de mi parte!
Miró mi vestido arruinado con un regocijo indisimulado. Quería una reacción. Quería a la chica rota e histérica de hace cinco años.
Estaba a punto de llevarse una gran decepción.
Ni siquiera miré la mancha. En lugar de eso, con calma, tomé una botella llena de champaña de la bandeja de un mesero que pasaba.
-No te preocupes -dije, mi voz peligrosamente serena-. Los accidentes pasan.
Y entonces blandí la botella.
Conectó con el costado de su cabeza con un golpe sordo y repugnante, seguido por el estallido del corcho y un rocío de champaña y sangre.
Casandra se desplomó en el suelo, gritando.
La habitación estalló en caos.
Sus amigas, una bandada de socialités, se apresuraron hacia adelante.
-¿Estás loca? -chilló una de ellas, señalándome con un dedo tembloroso-. ¿Sabes quién es ella? ¡Es la prometida de Fernando Garza!
Otra agregó, su voz estridente por el pánico:
-¡Fernando la adora! ¡Te matará por esto!
Casandra estaba en el suelo, agarrándose la cabeza, la sangre apelmazando su cabello perfectamente peinado. Me miró, sus ojos muy abiertos con una mezcla de dolor e incredulidad.
-Tú... estás tan demente como hace cinco años -gimió, refiriéndose al día en que casi le saco un ojo con un atizador de la chimenea después de ver el video de Cometa.
La miré, a la mujer que había sonreído mientras mi mundo ardía. Habían pasado cinco años. Estaba más pulida, más segura, pero debajo de todo, era la misma criatura viciosa e insegura.
-¿Crees que esto es estar demente? -pregunté, mi voz apenas un susurro-. No has visto nada todavía.
Me agaché y recogí un trozo grande y dentado de la botella rota del suelo. Los bordes afilados no me molestaron. El frío dentro de mí era más agudo.
Di un paso hacia ella. La multitud retrocedió, un círculo de rostros horrorizados.
Casandra se arrastró hacia atrás por el suelo, su costoso vestido rasgándose.
-¡Aléjate de mí!
-¿Recuerdas el atizador de la chimenea, Casandra? -pregunté, mi voz conversacional, como si estuviéramos discutiendo el clima. Sostuve el trozo de vidrio en alto, dejando que captara la luz del candelabro-. Solo me detuve porque Fernando me quitó de encima de ti. Pensó que te estaba salvando.
Di otro paso.
-No lo hacía -dije, mi voz bajando a un susurro mortal-. Estaba guardando mi venganza para un día en que fuera lo suficientemente fuerte como para disfrutarla de verdad.
Estaba a punto de bajar el trozo de vidrio, de tallar el recuerdo de esta noche en su rostro perfecto, cuando una mano se cerró en mi muñeca como un tornillo de acero.
-Ya es suficiente, Alana.
Fernando.
Su voz era un gruñido bajo, tenso de furia. Su agarre era aplastante, pero no me inmuté.
Casandra sollozó, arrastrándose hacia él.
-¡Fer! ¡Haz que se detenga! ¡Es un monstruo!
Fernando me jaló hacia atrás, su cuerpo un muro de músculo contra el mío. Su aroma, una mezcla familiar de colonia cara y algo únicamente suyo, llenó mis sentidos, y por un segundo, volví a tener diecisiete años, atrapada e indefensa.
Pero ya no tenía diecisiete años.
-Suéltame -gruñí, luchando contra su agarre.
Él simplemente lo apretó más, sus dedos clavándose en mi piel.
-Terminaste aquí.
Con una oleada de adrenalina, me retorcí en su agarre, liberándome lo suficiente como para balancear mi brazo. El trozo de vidrio en mi mano cortó el dorso de su mano, la que me sostenía.
Maldijo, soltando mi muñeca mientras la sangre brotaba del corte.
Me paré frente a él, respirando pesadamente, el vidrio roto todavía en mi mano. Él miró la sangre en su mano, luego a mí, sus ojos ardiendo con un fuego aterrador y familiar.
Le di una sonrisa lenta y fría.
-Cuánto tiempo sin verte, Fernando.