El dulce aroma a palomitas llenaba el centro comercial, un olor a fines de semana y felicidad mientras mi pequeño Leo, de seis años, me arrastraba hacia el foso de bolas. Con mi marido Máximo al teléfono, inmerso en sus "negocios que cambiarían nuestras vidas", apoyé la cabeza en su hombro, soñando con la simple felicidad de nuestro hijo.
De repente, un grito agudo rompió el murmullo, y la encargada salió corriendo: "¡Un asesinato! ¡Un niño... en el foso de bolas!" Mi corazón se detuvo al ver a Leo, inmóvil, su camiseta de dinosaurios manchada de un rojo oscuro y horrible.
Me desperté en una sala sin ventanas, acusada de su asesinato. Un vídeo desgarrador me mostraba, o a una mujer idéntica a mí, apuñalando a mi propio hijo. Mi marido, con quien creía compartir mi vida, testificó en mi contra, afirmando que "yo no estaba bien". Mi historial de depresión posparto se usó para pintarme como un monstruo, y la psicóloga asignada, Sofía Salazar, me hipnotizó, implantando recuerdos vívidos de la atrocidad, obligándome a confesar un crimen que mi corazón gritaba que no había cometido.
¿Cómo era posible? ¿Cómo mi propia memoria, mi propio amor por Leo, pudo traicionarme así? ¿Por qué nadie me creía? ¿Era la locura tan silenciosa que me había consumido sin darme cuenta?
Entonces, al ser arrastrada ante la multitud, vi sus ojos. Los mismos ojos fríos y calculadores que había visto en mi "reflejo" distorsionado. Una furia primordial me invadió, arrancándome de las manos de los policías, y grité una verdad que haría temblar los cimientos de sus mentiras: "¡Ella lo hizo! ¡Sofía Salazar! ¡Ella y mi marido! ¡Están juntos!" La hora de la víctima había terminado; la hora de la madre que buscaba justicia acababa de empezar.
