Su voz entró por la línea como una corriente tibia y oscura. Grave, rasposa, cargada de un peso que no se podía fingir.
-¿Hola?
Valeria apretó más fuerte el teléfono contra su oído, como si con eso pudiera absorber el tono, el efecto que le causaba.
-¿Elías M? -preguntó, forzando un tono neutral que no engañaba a nadie, ni siquiera a ella misma. Sus palabras se le pegaron en la lengua como miel espesa.
Silencio. No largo, pero suficiente para que lo imaginara allí, con el ceño fruncido, reconociendo al instante quién era. Ella no necesitaba decir su nombre. Él ya sabía.
-¿Para qué me llamas? -preguntó, seco. Su voz no era hostil, pero tampoco amable. Había tensión contenida, como si apenas sujetara algo a punto de explotar.
Ella inspiró hondo, buscando sostenerse en algo que no se derrumbara por dentro.
-Solo quería hablar.
-¿Hablar? -repitió, con una media risa apenas perceptible-. No me jodas. Sabes que esto no se trata de hablar.
Ella cerró los ojos. Sí, lo sabía. Desde que marcó su número, lo supo. No quería hablar. Quería escucharlo. Quería sentir que lo que había pasado entre ellos no había sido un error, ni una locura pasajera. Que él también lo estaba pensando. Que lo sentía como ella.
-Te gusto, ¿verdad?
La frase la dejó inmóvil. Directa. Cruda. Casi violenta. Valeria no supo qué responder por unos segundos. Pudo negarlo. Pudo reírse. Hacerse la indiferente. Pero eso hubiera sido peor. Mentirse a sí misma frente a él era imposible.
-Sí -dijo al fin-. Me gustas.
Otra vez, silencio. Pero ahora era otro tipo de silencio. Uno espeso, eléctrico.
-Desde esa noche no me saco tu cara de la cabeza -dijo ella, en voz baja, casi confesándolo-. Tu forma de mirarme... como si supieras todo de mí antes de que yo misma lo supiera.
-Lo sé -respondió él. No era vanidad, era certeza.
-¿Y tú? -preguntó, sintiendo que se le aceleraba el pulso-. ¿Qué sentiste tú?
Elías tardó. Y esa demora no era casual. Estaba eligiendo qué decir, midiendo las palabras. Pero cuando habló, su voz fue un golpe suave pero firme.
-Sentí que si no llegaba a tiempo esa noche, te ibas con Iván. Que te ibas a su cama. A lo seguro. A lo limpio. A lo aburrido.
Valeria tragó saliva. No porque le doliera -porque no le dolía- sino porque había algo cruelmente cierto en eso. Tal vez sí. Tal vez hubiera seguido ese camino si Elías no hubiera aparecido. Tal vez necesitaba que alguien la sacara de ese guion escrito.
-¿Y qué hiciste?
-Me aseguré de que no pasaras esa puerta -dijo él-. Me aseguré de que sintieras algo imposible de ignorar. Que cuando pensaras en él, recordaras mis manos. Mi boca. Mi forma de mirarte.
Ella se quedó sin aire por un momento. Todo su cuerpo respondió al recuerdo. El muro, su espalda contra el concreto, las luces intermitentes del puesto de control, el mundo desapareciendo cuando él la besó.
-¿Estás celoso? -preguntó, provocándolo.
Él rió, pero sin humor. Una risa baja, como si la pregunta le pareciera ingenua.
-No. No se trata de celos.
-Entonces, ¿qué es?
-Es otra cosa -dijo él-. Algo más primitivo. Territorial, supongo.
La palabra le hizo algo. Fue como si le tocaran un nervio directo. Territorial. Eso era. No era posesivo, no en el sentido clásico. Era otra cosa. Una decisión. Una marca.
-¿Y qué vas a hacer con eso?
-¿Quieres saberlo?
-Sí.
Un breve silencio, y luego:
-Mañana. A las nueve y media. En el estacionamiento del viejo cine, el que está al borde del barranco. Ya sabes cuál.
-¿Y si no voy?
-Vas a ir.
Valeria sonrió, sabiendo que tenía razón. Iría. Aunque no supiera exactamente por qué, aunque todo su cuerpo le dijera que aquello era una locura. Iría, porque algo en ella ya le pertenecía.
-¿Le vas a decir algo a Iván? -preguntó Elías, bajando la voz.
-No -respondió-. No tiene por qué saberlo.
-Exacto -dijo él-. Porque esto no se comparte.
Y colgó.
Valeria se quedó con el teléfono en la mano, la piel erizada, el corazón latiendo desacompasado. Cerró los ojos. Se sentía como si acabara de saltar desde un acantilado. No sabía cómo iba a aterrizar. Pero ya estaba en el aire.