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Salió de su habitación con paso firme. Dos guardias que se encontraban cerca la miraron con extrañeza, como si no estuvieran seguros de si debían anunciar su presencia o mantenerse en silencio. Regina no les prestó atención. Caminó por los pasillos del castillo con la cabeza alta, los sirvientes apartándose a su paso, algunos incluso murmurando entre ellos al verla tan distinta.
Cuando llegó a la Sala de los Menesteres, uno de los soldados apostados en la puerta carraspeó.
-Su Majestad... no está dentro. Dijo que vendría más tarde.
-Entonces esperaré -respondió Regina sin titubear.
Entró.
La sala, ubicada en una de las torres laterales del castillo, tenía paredes revestidas de libros antiguos, una chimenea encendida y un largo escritorio lleno de papeles, sellos reales y tinta derramada. Era una habitación que servía tanto para reuniones informales como para discusiones privadas.
Regina se acercó al ventanal que daba al patio de armas. Desde allí, divisó a varios soldados realizando ejercicios... pero no eran los suyos. Las insignias bordadas en los hombros eran distintas.
Frunció el ceño.
En ese momento, la puerta se abrió sin anunciarse. Su padre entró con la reina consorte a unos pasos detrás. Él parecía nervioso, más pálido de lo habitual, como si hubiera visto un fantasma.
-¿Has notado los estandartes en el patio? -preguntó Regina antes que él pudiera hablar.
Riccon se detuvo. No había esperado que su hija hablara primero. Apretó los labios, molesto por perder el control de la conversación.
-Sí. Es... una señal de respeto -dijo evasivo-. El rey Kael ha enviado a su vanguardia para evaluar el terreno.
-¿Y te pareció prudente permitir que soldados extranjeros tomen nuestro patio de armas? -replicó Regina con la misma calma con la que jugaba ajedrez. Sin levantar la voz. Solo moviendo su pieza.
-¡No me des lecciones, niña! -rugió Riccon, golpeando el escritorio.
La reina consorte dio un paso atrás, incómoda.
Pero Regina no se inmutó. Se giró completamente hacia su padre, acercándose hasta quedar frente a frente con él.
-Yo no soy una niña. Y si vas a venderme como parte de un trato, al menos asegúrate de no entregar el reino entero sin darte cuenta.
El silencio se volvió pesado.
Fue entonces que un cuerno de guerra sonó en la distancia. Un solo toque, largo, profundo.
Regina entrecerró los ojos y susurró:
-Ha llegado.
El rey Kael. El verdadero. ¿O uno de los tres? Y el tablero, por fin, se iluminaba por completo.
El cuerno resonó por segunda vez, más fuerte, más cerca. Desde el ventanal, Regina pudo ver cómo los soldados en el patio se alineaban con rapidez, formando una guardia de honor improvisada. Algunos sirvientes corrían como hormigas asustadas, mientras otros se quedaban paralizados mirando hacia la gran puerta del castillo, que comenzaba a abrirse lentamente.
-Deben recibirlo -dijo la reina consorte con un hilo de voz, dirigiendo una mirada temerosa a Riccon.
El rey asintió con rigidez, su rostro descompuesto por una mezcla de ansiedad y orgullo fingido. Se giró hacia su hija.
-Ponte tu mejor vestido -le ordenó con voz quebrada-. Ve a tus aposentos, preséntate como una princesa, ¡haz tu papel!
-No soy una máscara, padre -respondió Regina, volviendo a mirar por el ventanal, mientras una silueta comenzaba a aparecer más allá de los jardines-. Pero haré mi jugada.
Salió de la sala sin esperar permiso.
***
Una hora más tarde, el gran salón del trono brillaba con luz de candelabros dorados y tapices recién desempolvados. Los nobles locales se habían reunido con premura, algunos con ropas mal planchadas por la rapidez del aviso, otros con expresión de alarma y curiosidad. En la entrada, cuatro jinetes con armaduras negras desmontaron. Detrás de ellos, un quinto hombre apareció.
Era alto. Vestía de negro y plata. Su armadura no era ostentosa, pero sí impecable, con detalles tan finos que hablaban de alguien que valoraba la precisión por encima de la ostentación. No llevaba casco. Era de una belleza fría, esculpida como por el hielo que rodeaba su reino. Alto, de hombros anchos y postura regia, sus facciones son afiladas y perfectas, como si hubiesen sido tallada en mármol. Con un cabello oscuro como la noche polar, recogido con precisión y unos ojos grises como tormenta invernal, que parecen ver más de lo que dicen. No sonreía. Tampoco parecía molesto. Simplemente... evaluaba.
Desde la parte superior de la escalinata, apareció Regina, tal como siempre: cubierta de pies a cabeza. Su vestido era de terciopelo oscuro, cayendo en pliegues suaves como la noche. Sus mangas largas rozaban el suelo con elegancia. Una diadema de plata adornaba su frente, sujetada por el largo pañuelo que cubría todo su cabello. Su rostro estaba parcialmente cubierto por un velo ligero que dejaba ver solo sus ojos, quietos, atentos, calculadores.
El Rey Kael la miró apenas un segundo. Sus ojos pasaron por ella como si evaluara una pieza más del mobiliario. Luego dirigió toda su atención al rey Riccon, como si la presencia de la princesa no tuviera peso.
-Mi señor Kael, es un honor recibirlo finalmente. Esta es mi hija, la princesa Regina -dijo Riccon con voz forzada, abriendo los brazos con una sonrisa desmedida.
Kael asintió levemente, sin girarse del todo hacia ella. Su voz fue grave, pausada y segura, y sus movimientos denotaban disciplina y autoridad.
-He escuchado mucho sobre su reino... y su situación.
Regina permaneció en silencio, observándolo, dándose cuenta de que él era el reflejo del poder contenido, del control absoluto, de un fuego que arde bajo capas de hielo.
La conversación continuó. El rey Riccon intentaba sonar confiado, explicando los beneficios de la unión, exagerando la estabilidad de su reinado, y asegurando que todo el territorio era fértil y leal.
Entonces Kael hizo un comentario técnico sobre una de las rutas comerciales -mal calculado, quizás por desinformación o soberbia-. Y fue ahí cuando Regina dio un paso adelante y habló por primera vez.
-Esa ruta fue bloqueada el invierno pasado, cuando los acantilados colapsaron. Actualmente no puede ser usada por ningún convoy mayor a tres carretas -dijo con tono sereno, sin levantar la voz, pero con una claridad que cortó el aire.
El silencio cayó como una losa.
Kael giró lentamente la cabeza hacia ella. Sus ojos la midieron por primera vez, esta vez con atención. No mostró molestia. Solo una ligera inclinación de cabeza, como quien acaba de descubrir un nuevo jugador en el tablero.
-Interesante... -murmuró él-. Pensé que solo escuchabas, princesa.
-Escucho. Pero también observo -respondió Regina, firme.
Y en ese momento, Kael supo que aquella mujer cubierta de pies a cabeza no era una simple pieza del acuerdo.
Era una pieza clave.
Una reina en potencia por sus conocimientos.
Kael no dijo más después de la breve intervención de Regina. Asintió con un gesto breve, como aprobando su inteligencia sin emitir elogio. Volvió a dirigirse al rey Riccon, esta vez con una voz más pragmática, sin adornos.
-La boda se celebrará en dos días. Mis hombres y yo no nos quedaremos en el castillo -dijo, sin titubeo alguno-. No es necesario. Preferimos la intemperie.
Riccon parpadeó, algo confundido.
-¿Dos días...? Pero... los preparativos...
-No necesito lujos -interrumpió Kael-. Solo lo justo. Para ella -dijo con un leve giro de cabeza hacia Regina-, lo necesario para una novia que abandona su hogar. No hace falta séquito. Nadie irá con ella. A partir del matrimonio, su lealtad y servicio serán únicamente hacia mí.
Regina no reaccionó de inmediato. Mantuvo la postura serena. Pero por dentro, el fuego comenzó a encenderse.
Cuando todos parecían aceptar aquello como una orden y no como una petición, Regina avanzó un paso. Su voz sonó tranquila, pero firme como el acero oculto tras un guante de seda.
-Con el debido respeto, Su Majestad... aunque esté por convertirme en su esposa, sigo siendo una dama de sangre real. Sería indecoroso que una mujer, por más casada que esté, viaje sola entre un grupo de hombres. No se vería con honra ni con dignidad. La reputación de una reina comienza desde su primer paso fuera de su casa.
Kael alzó una ceja, sorprendido por su respuesta. No había altanería, no había súplica. Solo lógica. Buen juicio. Y astucia.
-¿Pide llevar a todo un cortejo, princesa?
-No -respondió ella de inmediato-. Solo a mi dama de compañía. Ha estado conmigo desde la infancia. Es discreta, obediente, y no representa ningún peligro ni inconveniencia. Será como mi sombra. Nada más.
El silencio se extendió. Los ojos de Kael la escrutaron unos segundos más. Finalmente asintió.
-Una dama. Una sola. Nada más -aclaró.
Regina inclinó ligeramente la cabeza.
-Es todo lo que necesito -respondió con gracia.
Entonces Kael se volvió hacia el rey Riccon.
-En dos días. No más. Después de eso, parto con mi reina.
Sin más, giró sobre sus talones y se marchó, seguido de su comitiva de hombres oscuros como la noche. Ni una reverencia, ni una despedida cortés. Solo silencio y pasos firmes.
Regina se quedó ahí, con el velo aún cubriendo su rostro, su corazón latiendo con fuerza contenida. No había ganado mucho, pero lo suficiente. Y si Kael pensaba que ella era una pieza sencilla de mover, tarde o temprano aprendería que algunas reinas saben jugar incluso antes de estar en el tablero.