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En la penumbra de sus aposentos, Regina retiraba con cuidado sus vestidos del arcón principal, mientras su dama de compañía, Dalia, los doblaba con esmero y los guardaba en los baúles de madera forrada. Ambas trabajaban en silencio, interrumpido solo por el roce suave de las telas.
-¿Tiene alguna impresión del rey Kael? -preguntó Dalia, sin alzar demasiado la voz ni la mirada.
Regina, como siempre erguida y medida en sus movimientos, sostenía entre sus manos un velo de gasa marfil, idéntico al que usaría el gran día. Se tomó unos segundos antes de responder.
-Fue correcto, aunque distante. Apenas me dirigió una mirada. Toda su atención estuvo centrada en mi padre. Da la impresión de que el reino le interesa mucho más que la esposa que se le entrega -dijo, aunque dentro de ella no tuvo ningún problema en afirmar que era hermoso... un bloque de hielo al que se le ha dado forma con mucho esmero.
-¿No le habló en ningún momento?
-Solo cuando corregí uno de sus cálculos. Pareció sorprendido por la interrupción, pero no se mostró molesto. De un hombre con su reputación, eso ya es bastante -realmente esperaba que fuera peor.
Dalia asintió sin decir nada más. El silencio volvió a instalarse entre ellas, solo interrumpido por el crujido del cuero de las maletas y el vaivén de las joyas al ser envueltas con paños suaves.
***
Los preparativos para la ceremonia avanzaban con rapidez. El vestido estaba terminado: sobrio, de un tono marfil elegante, sin adornos innecesarios. Todo su diseño conservaba la imagen reservada y discreta que Regina había mostrado desde niña. El velo caería desde la diadema que sujetaba su pañuelo, el cual, como siempre, cubría todo su cabello. Su atuendo ocultaría su figura, tal como ella lo había solicitado.
El día anterior a la boda, cuando ya la luna estaba alta, un golpe suave en la puerta interrumpió el recogimiento. Dalia abrió, y al ver quién era, hizo una reverencia breve.
-La reina consorte -anunció con respeto.
La reina entró sin escolta. Llevaba un pequeño estuche de madera entre las manos. Caminó hacia Regina, quien se encontraba aún de pie frente al espejo, con el velo a medio ajustar.
-He venido a entregarte algo -dijo la reina con una serenidad poco habitual-. No quería esperar hasta mañana.
Regina no respondió de inmediato. Mantuvo la compostura, aguardando. La reina abrió el estuche y sacó una pulsera de hilos trenzados de oro y plata, sobria pero distinguida.
-Perteneció a mi madre. Nunca tuve hijas, y ya no tendré la oportunidad. Me gustaría que la lleves contigo.
Regina la tomó con delicadeza.
-Gracias. La guardaré con cuidado.
Hubo un momento de pausa. La reina, sin pedir permiso, se acercó y ajustó el velo sobre la cabeza de Regina. La observó con atención, como si buscara recordar ese rostro cubierto por la tela por última vez.
-Lamento la vida que te ha tocado -dijo finalmente, en voz baja-. Ojalá te espere un destino más justo que el que hemos vivido nosotras.
Regina sostuvo la mirada en el reflejo del espejo. Por un momento, no dijo nada.
-Gracias por venir esta noche.
Esa noche, mientras Dalia cerraba los últimos baúles, el castillo se sentía inmóvil. El rey Kael y su comitiva seguían instalados fuera del muro sur, negándose a entrar al castillo. Se había pactado que la boda tendría lugar dentro de un día y que, una vez celebrada, Regina partiría sin comitiva ni escolta. Solo Dalia la acompañaría, luego de que Regina insistiera firmemente.
-"Una mujer, por más casada que esté, no puede viajar sola entre decenas de hombres. Sería indigno" -había argumentado.
Esa había sido su primera exigencia. Y la única que le concedieron.
-¿Le da miedo marcharse? -preguntó Dalia mientras ajustaba los lazos del vestido que iría en el primer baúl.
-No me asusta marcharme -respondió Regina, sin dudar-. Me asusta no poder decidir nada sobre mi propia vida.
Dalia bajó la cabeza, respetuosa. Afuera, el castillo respiraba con tensión. Los pasillos estaban en silencio, y los soldados hablaban en voz baja. El reino entero parecía contener el aliento, esperando el amanecer.
***
La mañana del día señalado llegó cubierta por una bruma densa que se aferraba a los jardines y los muros del castillo. El aire era fresco, y las campanas comenzaron a sonar al alba, no con júbilo, sino con una cadencia medida, solemne, casi grave.
En los aposentos de Regina, la luz entraba tamizada por los cortinados. Dalia estaba ya vestida con su túnica azul oscuro, el cabello recogido con sencillez. Ayudaba a su señora a colocarse el vestido nupcial, confeccionado con telas finas pero sin ostentación. El velo marfil caía desde la corona de diademas, sujetando el largo pañuelo que cubría por completo su cabello.
Regina permanecía en silencio mientras Dalia ajustaba con precisión cada pliegue del vestido.
-Está lista, mi señora -dijo con suavidad.
Regina se contempló un instante en el espejo. Su reflejo, envuelto en telas claras, apenas dejaba entrever el contorno de su rostro. Como siempre, su presencia se imponía más por el porte que por la ostentación.
La reina consorte ingresó, como había hecho la noche anterior. Llevaba en las manos una pequeña cajita de terciopelo.
-Vengo a despedirme -dijo, con voz firme, aunque su mirada dejaba entrever algo más profundo.
Se acercó a Regina y la observó con atención.
-Estás hermosa. Sobria. Digna.
La reina abrió la cajita y sacó una aguja de oro en forma de hoja.
-Para sujetar tu velo. Permíteme. Como es costumbre, la reina consorte debe colocar en la futura reina una aguja de oro en forma de hoja, esto simboliza reconocimiento de dignidad real, una transición de legado femenino y unidad ente la nobleza y el pueblo. Jamás olvides de que eres digna del trono, de la corona y del pueblo. La hoja simboliza el crecimiento, renovación y herencia. Sabes que tienes todo mi apoyo -explicó su madrastra.
Regina asintió y bajó ligeramente la cabeza. La reina colocó la aguja con cuidado, y luego posó ambas manos sobre los hombros de su hijastra.
-Eres más fuerte de lo que muchos quisieron ver -murmuró-. Que el destino te sea favorable.
Regina se permitió un pequeño gesto de afecto: colocó su mano sobre una de las de la reina y la presionó apenas.
-Gracias por sus palabras. Y por la pulsera.
La reina asintió, luego se giró hacia Dalia.
-Cuídela bien.
-Así lo haré, majestad -respondió Dalia, haciendo una inclinación.
Los corredores del castillo estaban vacíos cuando salieron. Dos guardias las escoltaron hacia el jardín interior, donde se había levantado un altar sencillo, como lo había pedido Kael. Nada de celebraciones fastuosas, nada de banquetes ni festejos. Solo lo esencial.
Kael ya se encontraba allí. Vestía con armadura negra y una capa azul oscuro que ondeaba con el viento. No llevaba corona. Su postura era recta, su rostro imperturbable.
No intercambiaron palabra alguna cuando Regina llegó. Él le ofreció su brazo con un gesto cortés, y ella lo tomó, con la compostura propia de una princesa educada para no temer.
El sacerdote inició la ceremonia sin preámbulos. Su voz retumbaba entre los muros de piedra, invocando las bendiciones de los antiguos y de los reinos vecinos. Regina respondía con voz clara, aunque serena, como si supiera que el acto no marcaba un inicio, sino un nuevo deber.
Cuando fue el turno de Kael, su respuesta fue breve, firme, casi militar.
La unión fue sellada sin aplausos, sin clamor. Solo un silencio profundo se extendió por el jardín, interrumpido por el canto lejano de un ave solitaria.
Al término de la ceremonia, Kael se inclinó levemente hacia Regina.
-Partimos en una hora. Puede despedirse -le indicó con tono correcto, sin frialdad, pero tampoco con afecto.
Regina asintió, sin inmutarse. Se volvió hacia la reina consorte, que aguardaba a pocos pasos. Sus ojos se cruzaron por última vez.
-Adiós -susurró Regina.
-Ve con la frente en alto -respondió la reina-. Y recuerda quién eres.
Regina caminó junto a Dalia, que llevaba un solo baúl. No hubo desfile ni cortejo. Solo un carruaje sencillo para ella y su dama de compañía, seguido por una comitiva de soldados del rey Kael que los escoltaría hacia su nuevo destino.
El castillo quedó atrás, sumido en un silencio denso.
Regina no miró hacia atrás.