Capítulo 4 Un campo de batalla pintado de verde

La mañana siguiente amaneció envuelta en una niebla espesa que parecía devorar los vastos terrenos de la mansión Monderlai. El sol apenas era un resplandor blanquecino detrás del velo de neblina, y el frío humedecía los huesos con la sutileza de una daga.

Eveline, sin embargo, parecía inmune a las inclemencias del tiempo. Se presentó para el desayuno vestida de forma aún más escandalosa que la noche anterior: un vestido de muselina azul celeste, tan ceñido al busto que cada movimiento insinuaba más de lo permitido por el decoro victoriano. La falda, ligera y suelta, flotaba alrededor de sus tobillos mientras caminaba, y sobre sus hombros sólo descansaba un chal de encaje blanco, frágil y decorativo.

Cuando entró al salón donde se servía el desayuno, varias tazas se detuvieron en el aire.

Los pocos sirvientes presentes desviaron la mirada con una mezcla de horror y fascinación.

Y Elliot, sentado en la cabecera de la mesa, levantó los ojos de su plato con una lentitud calculada.

Su mirada recorrió a Eveline de pies a cabeza sin ningún disimulo, pero su rostro no se alteró en lo más mínimo.

-¿No siente frío, Lady Harrow? -preguntó, como si repitiera la conversación de la noche anterior.

Ella sonrió, dejando su bolso sobre una silla vacía.

-Después de tantas pérdidas, Lord Monderlai, uno aprende a ignorar las pequeñas molestias -respondió mientras se servía una taza de té con un movimiento elegante.

La alusión velada a sus cuatro maridos muertos flotó en el aire como una mariposa venenosa.

Elliot no pestañeó.

Se limitó a inclinar la cabeza ligeramente, reconociendo el golpe.

La comida transcurrió en un silencio tenso, interrumpido solo por el sonido de la porcelana chocando suavemente y el crepitar de la chimenea. Eveline, acostumbrada a las conversaciones triviales, encontró la solemnidad sofocante... y deliciosa en su desafío.

Cuando terminó, se limpió los labios con una servilleta y se volvió hacia Elliot.

-¿Acostumbran en esta casa a encerrar a las visitas, mi lord? ¿O planea ofrecerme alguna distracción para no morir de aburrimiento?

El destello de diversión cruzó fugazmente los ojos grises de Elliot.

-¿Le interesan los paseos a caballo? -preguntó.

-¿Tanto como interesarme por la botánica o el bordado? Poco.

Elliot apoyó un codo en el brazo de su silla, sosteniendo su barbilla con una mano.

-Entonces sería un verdadero placer verla montar.

Eveline soltó una carcajada baja, musical.

-¿Está seguro de querer exponerse a semejante espectáculo?

-Positivamente intrigado -replicó él.

Y así, sin más, acordaron salir.

***

El establo estaba envuelto en la misma neblina húmeda que cubría los campos.

Un mozo les trajo dos caballos: uno negro como la noche para Elliot, otro blanco con manchas grises para Eveline.

Elliot montó con la facilidad de alguien que había nacido sobre una silla de montar.

Eveline, con su vestido escandalosamente inadecuado para la equitación, aceptó la ayuda del mozo pero insistió en acomodarse ella misma. El corpiño tirante no facilitaba las cosas, pero su terquedad era mayor que su incomodidad.

Cuando logró sentarse de lado, como dictaba la decencia femenina, lanzó una mirada desafiante a Elliot.

-¿Preparado para ser testigo de una catástrofe, mi lord?

Él sonrió. Una sonrisa breve, fugaz. Pero real.

-Con los ojos bien abiertos.

Emprendieron el paseo a través de los terrenos de Monderlai. La niebla convertía todo en un escenario fantasmal: los árboles parecían espectros, las colinas ondulaban como cuerpos dormidos bajo sábanas grises.

Cabalgaban en silencio al principio, el único sonido era el resonar de los cascos sobre el suelo húmedo.

Eveline disfrutaba secretamente de la tensión. La sentía en la rigidez del cuerpo de Elliot, en la manera en que mantenía siempre una distancia calculada, en cómo la miraba de reojo sin girar del todo la cabeza.

Finalmente, fue Eveline quien rompió el silencio.

-¿Siempre es tan conversador en sus paseos?

-Solo cuando tengo algo que decir -replicó él, sin mirarla.

-¿Y ahora no tiene nada?

Elliot hizo girar ligeramente su caballo para acercarse un poco más a ella.

-Estoy demasiado ocupado vigilando que no se caiga.

Eveline lanzó una carcajada auténtica.

-Qué gentil de su parte, lord Monderlai. ¿Suele cuidar así a todas sus visitas, o solo a las que considera un peligro ambulante?

-Solo a las que se presentan vestidas para un baile en medio del campo.

Ella se irguió con fingida ofensa.

-¿Me acusa de inapropiada?

-Sería un desperdicio de palabras acusarla de lo que usted lleva con tanto orgullo -dijo él, con una frialdad calculada.

Ella sonrió ampliamente.

-¿Está intentando herirme, Lord Monderlai?

-¿Debería?

-Oh, créame -murmuró ella-, soy una criatura mucho más resistente de lo que parezco.

El silencio volvió a caer entre ellos, pero esta vez no era incómodo: era expectante, palpitante.

El paisaje se abrió hacia un pequeño claro rodeado de árboles.

Elliot detuvo su caballo y desmontó con fluidez.

-Bajemos aquí -dijo-. El terreno está resbaladizo más adelante.

Eveline arrugó la nariz.

-¿Planea hacerme caminar?

Él le ofreció la mano.

-Planeo evitar tener que cargarla después de su inevitable caída.

Ella dudó un instante, mirando su mano enguantada. Luego, con un suspiro teatral, aceptó.

Cuando sus dedos se tocaron, una corriente casi imperceptible pasó entre ambos. Elliot tensó la mandíbula. Eveline sintió el cosquilleo en la base de su cuello.

Con su ayuda, bajó al suelo, el vestido revoloteando como alas a su alrededor.

Por un momento, quedaron demasiado cerca.

Ella podía ver la sombra de su barba incipiente. Él, el leve temblor de su pecho bajo el corpiño.

Ninguno se movió de inmediato.

Finalmente, Elliot soltó su mano y se apartó un paso atrás.

-¿Y ahora qué? -preguntó Eveline, con una sonrisa ladeada.

-Ahora caminamos -dijo él.

-Qué emocionante.

Pasearon por el claro. La conversación, al principio forzada, empezó a fluir con la extraña naturalidad que solo se da entre dos combatientes que reconocen la habilidad del otro.

Hablaron de viajes -los que Eveline nunca pudo hacer con sus maridos efímeros-, de libros -los pocos que Elliot admitía disfrutar-, de música -un tema donde ambos encontraron un raro terreno común.

A medida que hablaban, las pullas se volvieron menos venenosas, más juguetonas.

Las sonrisas, más frecuentes.

Los silencios, menos tensos.

Cuando el sol empezó a abrirse paso a través de la niebla, Eveline notó algo que la sorprendió:

se sentía cómoda.

Con un hombre.

Con un hombre que no intentaba adularla, ni poseerla, ni salvarla.

Simplemente... estar.

Era, pensó, tan peligroso como fascinante.

Y por primera vez en mucho tiempo, sintió un pequeño temblor en su propio corazón endurecido.

Un temblor que no tenía nada que ver con el frío.

***

Regresaron a la mansión cuando el sol ya declinaba hacia el oeste, tiñendo todo de oro pálido.

Al llegar a la escalinata principal, Elliot desmontó primero y ayudó a Eveline a bajar.

Esta vez, el roce de sus manos fue deliberado.

Y ninguno de los dos apartó la mirada.

-¿Sobrevivió a su paseo, Lady Harrow? -preguntó él, con una sonrisa apenas perceptible.

-A duras penas, Lord Monderlai -susurró ella-. A duras penas.

Y con un movimiento lleno de gracia insolente, Eveline subió las escaleras dejando tras ella el eco de su risa... y un Elliot Monderlai que, por primera vez en años, se permitió seguir a alguien con la mirada.

            
            

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