-¿A la callada? ¿La que trapea como si le debiera la vida al piso?
-Esa misma -sonrió él, un poco ladeado, como quien lanza un anzuelo sin apuro.
-Cinco mil a que no lo logras -saltó Enzo, sacando su celular para registrar la apuesta.
Luciano giró el vaso en su mano, observando el whisky moverse como si fuera oro líquido.
-Lo haré gratis. Solo por diversión.
Y se levantó. El eco de sus pasos por el pasillo sonó con ese retumbar vacío que solo tienen las casas de los ricos. Bajó las escaleras de mármol, con las manos en los bolsillos. No le importaba quién lo viera. Era Luciano De La Vega. Nadie le decía qué hacer. Menos en su propia casa.
En el fondo del pasillo, junto a la biblioteca cerrada al público, estaba ella.
Amelia. De nuevo. Siempre igual: cabello recogido, uniforme gris gastado, el rostro serio como una estatua. Mopa en mano. En silencio.
La luz de los focos caía sobre el mármol y lo dejaba como un espejo. Luciano caminó sin prisa, como un depredador aburrido. Ella no lo miró.
Y eso lo molestó.
-¿Qué? ¿Ahora no saludas? -soltó, fingiendo tono jovial-. ¿No enseñan modales en las pocilgas?
Amelia siguió moviendo la mopa. ¡Como si él no estuviera ahí! Como si sus palabras fueran moscas.
Luciano chasqueó la lengua.
-Ah, cierto. Tú eres la muda de la casa. -Y sacó un billete arrugado de su bolsillo. Lo estiró con elegancia, como si ofreciera una rosa-. ¿Esto te suelta la lengua?
Era un billete de cien mil.
Amelia frenó.
El aire entre ellos se tensó.
Luciano lo dejó caer. El billete flotó un segundo y aterrizó sobre el mármol limpio.
Amelia bajó la mirada. El silencio se volvió espeso. El mundo entero pareció detenerse en ese instante.
Y entonces, con una calma que parecía insulto, deslizó la mopa sobre el billete.
Una. Dos. Tres pasadas.
Lo dejó empapado, sucio, pisoteado por la fregona.
Luciano no se movió.
-¿Te creés graciosa? -le dijo con voz baja, pero con filo-. Esto vale más que tu sueldo del mes.
Amelia levantó la mirada. Directo a sus ojos. Sin odio. Sin miedo. Solo esa firmeza obstinada que él no terminaba de entender.
-Entonces junte su dinero, señorito -dijo, por primera vez. La voz firme, serena, sin servilismo-. Y deje de dejar basura en el suelo que acabo de limpiar.
Luciano se quedó helado. No por las palabras. Sino por cómo lo dijo. Esa maldita forma de pararse como si él no significaba nada. Como si fuera otro más que ensucia, y ella la única que limpia de verdad.
-¿Quién crees que eres? -le espetó, dolido en su orgullo.
-Alguien que no está en venta -contestó Amelia.
El silencio se volvió aún más pesado. Una gota cayó de la mopa y salpicó el billete mojado.
Luciano dio un paso hacia ella. Estaba a menos de medio metro. Podía oler su perfume barato, sentir el vapor de su trabajo pegado a la piel. El corazón le latía más rápido, aunque no lo entendía. Era rabia. Sí. Pero también otra cosa.
Una maldita intriga.
Ella no bajaba la mirada. No pedía perdón. No lloriqueaba. Ni siquiera se disculpaba por haberle hablado así. Solo estaba ahí, firme, con una mopa mojada y los zapatos viejos apuntando hacia él.
Él bajó la mirada un instante. El billete seguía ahí. Como símbolo. Como ofensa.
Luciano retrocedió un paso. Sonrió, aunque no era una sonrisa amable.
-Tienes agallas, te doy eso.
Se agachó, levantó el billete mojado, lo dobló con lentitud.
-Esto no terminó, muñeca. Solo empezó.
Y se fue.
Amelia lo siguió con la mirada mientras desaparecía por el pasillo. No suspiró. No se desmoronó. Solo volvió a tragar saliva. Apretó los dientes. Y siguió trapeando.
La vida de los ricos estaba llena de juegos estúpidos. Pero ella no iba a jugar ese.
Aunque, en el fondo, algo le había crujido en el estómago.
Porque por primera vez, en años, había sentido que valía más que un maldito billete.