La criada y el joven heredero
img img La criada y el joven heredero img Capítulo 5 La patrona la quiere fuera
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Capítulo 6 La nota debajo de la puerta img
Capítulo 7 El roce en el ascensor img
Capítulo 8 Las cámaras delatoras img
Capítulo 9 Primer beso, sabor a rabia img
Capítulo 10 La patrona organiza un matrimonio img
Capítulo 11 El mundo oculto de ella img
Capítulo 12 La noche del Santo Niño img
Capítulo 13 Primer amor real img
Capítulo 14 La amenaza del padre img
Capítulo 15 El beso frente a todos img
Capítulo 16 Volver a empezar con nada img
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Capítulo 5 La patrona la quiere fuera

La casa olía a cera y lavanda. El mármol brillaba con arrogancia bajo la luz natural que entraba a raudales por los ventanales. Amelia, con el trapo húmedo aún en las manos, se permitió un segundo. Solo un segundo. Apoyó la frente en el marco de una de esas gigantescas ventanas del ala este, donde el sol no solo calentaba, sino que parecía invitar a soñar.

Afuera, el jardín era de revista. Cuidadores que podaban arbustos redondos como esculturas. Fuentes que lanzaban agua como si la escasez no existiera. Y niños... no, no niños. Niñas con vestidos caros, zapatitos de charol y trenzas perfectas corriendo detrás de una niñera francesa.

-Isabelita estaría feliz en un lugar así... -pensó, sin poder evitarlo.

Y fue justo entonces.

Un sonido de tacones, secos y duros, interrumpió su ensoñación. No tuvo que voltear. Ya lo sabía.

-¿Qué hace usted aquí?

La voz era gélida. Tan estirada como el peinado de la mujer que la miraba con repulsión: Martina de la Vega, matriarca del clan, señora absoluta de la mansión, madre de Luciano.

Amelia bajó la cabeza de inmediato.

-Disculpe, señora, yo solo...

-¿Usted qué? -interrumpió Martina, dando un paso más. Su perfume fuerte y caro la envolvió como una nube que asfixia-. Esta ala no le corresponde. Ninguna ventana le corresponde. Usted limpia, no observa.

Amelia tragó saliva. Sintió que el corazón le golpeaba en la garganta.

-Por favor, no quise faltar el respeto. Yo solo... necesitaba aire.

Martina ladeó la cabeza, con esa expresión de desprecio que parecía tatuada en su rostro.

-A mí no me importa lo que usted necesite. ¿O acaso le parece que está aquí para vivir como uno de nosotros?

-No, señora... -La voz le tembló.

-¿Cuál es su nombre?

-Amelia.

-No por mucho tiempo.

La sentencia cayó como una puerta cerrándose. Martina giró sobre sus tacones y chasqueó los dedos. Desde el fondo del pasillo apareció Leopoldo, el mayordomo.

-Despídala. Hoy mismo. Que recoja sus cosas y se largue antes del almuerzo.

El alma se le fue al suelo. Amelia sintió que sus rodillas flaqueaban.

-¡No, por favor! -se arrodilló sin pensarlo. Se aferró al borde del uniforme del mayordomo como si fuera un salvavidas-. ¡Señora Martina, se lo ruego! ¡Mi hermanita está enferma, yo necesito este trabajo!

-¡Qué vulgaridad! -la señora de la Vega retrocedió como si Amelia la hubiera contaminado con su tacto.

-Se lo imploro... -siguió ella, con lágrimas cayendo pesadas, saladas. Sin dignidad, pero con todo el amor del mundo por Isabelita-. ¡No tengo a dónde ir! ¡Por favor!

-Esto es inaceptable -dijo Martina. Pero su voz vaciló por una fracción de segundo. Una mueca de incomodidad pasó por su rostro, como si le molestara que la súplica no le diera placer sino incomodidad.

Leopoldo miró a la señora y luego a Amelia. En su rostro curtido, había una sombra de piedad.

-Señora... -dijo con voz grave y suave-. Amelia es buena trabajadora. Puntual. Discreta. No ha causado problemas antes. Tal vez un... un llamado de atención sería suficiente.

Martina frunció los labios. El silencio se hizo espeso.

Amelia, aún en el suelo, apenas respiraba.

-Una más -dijo finalmente la señora, sin mirarla-. Una sola equivocación más, y no la salva ni el Papa. ¿Entendido?

Amelia asintió, sollozando.

Martina se marchó, no sin antes lanzar una última mirada cargada de desdén.

Cuando el sonido de los tacones se perdió, el mayordomo se agachó a su altura.

-Levántese, niña. No se arrodille nunca más delante de ella.

-Gracias, señor Leopoldo. Gracias.

-No me agradezca. A mí me duele ver a alguien tan joven rogar así. Pero tenga cuidado. Esta casa no perdona.

Amelia asintió. Se limpió el rostro con la manga. La dignidad estaba hecha nada, pero el trabajo, por ahora, asegurado.

Mientras se levantaba, sintió que algo se quebraba dentro. Un poco más de su orgullo. Un poco más de su fe.

Pero cuando pensó en Isabelita, con fiebre, abrazando al oso sin ojos, todo valía la pena.

Una sirvienta mirando por una ventana puede parecer un acto pequeño.

Pero en una casa como esa, era casi una declaración de guerra.

Y Amelia ya había aprendido que la pobreza, además de hambre, también trae castigos por mirar demasiado alto.

Amelia cruzó el corredor a pasos pequeños. Apenas dobló la esquina, el llanto se le escapó como si le hubieran abierto una llave de agua. Se cubrió el rostro con las manos, apoyada contra la pared, y cayó de rodillas.

Quería gritar, desaparecer. Era tan humillante suplicar. Pero era eso... o el hambre. Era eso... o Isabelita con fiebre en una casa que se caía a pedazos.

Lo que no sabía era que al otro lado del pasillo, tras una cortina semiabierta, Luciano De la Vega había visto todo.

Estaba ahí desde antes, observando por casualidad. Pero cuando escuchó a su madre, se quedó en silencio. Y cuando vio a Amelia rogar, con la voz quebrada, sintió algo raro en el pecho. ¿Lástima? ¿Curiosidad? ¿Rabia?

No lo sabía. Solo vio la mopa que ella aún sostenía, sus manos sucias, el rostro brillante por las lágrimas.

Y por un segundo -solo uno-, su arrogancia tembló. Porque aquella muchacha no se rindió por orgullo ni por desafío. Rogó por alguien más.

Y eso... eso le pareció terriblemente incómodo.

Desde la sombra, Luciano la observó llorar. Sin decir nada. Sin intervenir. Pero sin poder dejar de mirar.

                         

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