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Capítulo 4 – Apellidos que Susurran
La lluvia era más densa esa mañana, casi horizontal, arrastrada por un viento que parecía querer barrer los secretos de la ciudad. Emma caminaba rápido por Portobello Road, protegida por su gabardina azul marino. No había dormido bien. Desde que vio el nombre "W. Hale" en la esquina del cuadro, su mente no había podido desconectarse ni un segundo.
El apellido de Alex. No uno común. No uno que pudiera atribuirse fácilmente al azar.
Hale.
Una palabra breve. Directa. Y ahora, cargada de posibilidades que no sabía cómo procesar.
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Al llegar a la galería, todo parecía como siempre. Margaret estaba en su oficina, los técnicos en sus mesas de restauración, y el cuadro... allí, esperándola.
Emma encendió la lámpara de inspección y se acercó. Con un bisturí fino, siguió trabajando sobre una nueva sección del lienzo. Cuanto más retiraba el barniz antiguo, más se revelaban matices nuevos: una sombra junto a los pies de la mujer sentada, detalles en el rostro del hombre al fondo. Y más palabras.
Esta vez, otra frase brotó bajo la superficie.
"Nuestro nombre no puede pronunciarse, pero vive en cada noche robada."
Emma se recostó en su silla, frotándose los ojos. El cuadro ya no era solo una obra de arte. Era una ventana al alma de dos personas que se habían amado en silencio. Y, ahora lo sabía, uno de ellos se apellidaba Hale.
No aguantó más. Tomó su teléfono y escribió:
> "Necesito verte. Esta noche. Hay algo que tienes que saber."
– E
La respuesta llegó al instante.
> "Ven a mi estudio. A las 7. Te enviaré la dirección."
– A
El estudio de Alex estaba en el último piso de un edificio antiguo en Camden, escondido entre tiendas vintage y cafés con luces cálidas. La puerta era de madera vieja, y al abrirla, un aroma a papel fotográfico, café y lluvia mojada la envolvió. Emma subió los escalones crujientes con el corazón latiendo fuerte.
Alex abrió la puerta. Estaba descalzo, con un suéter gris oscuro y una expresión serena, aunque sus ojos denotaban curiosidad.
-Pasa -dijo simplemente.
El estudio era amplio, con paredes cubiertas de fotografías en blanco y negro, algunas recientes, otras antiguas. Había una pared completa dedicada a retratos urbanos de Londres: reflejos en charcos, rostros anónimos, arquitectura envuelta en niebla. En el centro, una mesa con una cámara antigua, una libreta abierta y dos copas de vino.
Emma entró sin hablar. Caminó lentamente hasta una de las fotos. Era un retrato enmarcado en madera desgastada: una mujer de perfil, con un peinado victoriano, mirando hacia el horizonte. Muy parecido al rostro del cuadro.
-¿Quién es? -preguntó ella.
-Mi tatarabuela -dijo Alex, acercándose-. Wilhelmina Hale. Pintora. Algunos decían que era excéntrica. Otros, que estaba enamorada de alguien que nunca pudo nombrar.
Emma se volvió lentamente hacia él.
-¿Tu tatarabuela pintaba?
-Sí. Aunque muchas de sus obras desaparecieron. La familia vendió varias cuando cayó en bancarrota a principios del siglo XX. ¿Por qué?
Emma sacó de su bolso una copia de la firma.
-Porque acabo de restaurar una pintura firmada por ella.
Alex tomó el papel. Lo miró en silencio.
-¿La pintura de la galería... es suya?
-Lo creo. Y hay más.
Emma le contó todo. Las frases ocultas. Las imágenes bajo la pintura. La historia de amor enterrada en el lienzo.
Alex no dijo nada durante varios minutos. Caminó lentamente hasta su escritorio, sacó una caja de madera del cajón inferior y la colocó sobre la mesa. La abrió.
Dentro, había cartas.
-Mi abuela me las dio antes de morir -dijo-. Nunca las leí. Me dijo que pertenecían a una antepasada que vivió un amor prohibido. Me pidió que las guardara, pero que solo las abriera si alguna vez sentía que algo de ella había vuelto.
Emma tragó saliva.
-¿Crees que esto... que esta pintura... es parte de eso?
-Sí -respondió Alex con convicción-. Y creo que tú estás aquí por una razón.
Abrieron la caja juntos.
Las cartas estaban escritas en tinta negra, en un papel ya amarillento por el tiempo. La caligrafía era elegante, algo inclinada, y la primera frase que Emma leyó la dejó sin respiración:
"Amado mío, no tengo derecho a escribirte, pero si no lo hago, esta pasión me consumirá más allá del lienzo."
Emma sintió que todo encajaba. El cuadro. Las palabras ocultas. La firma. Y ahora, las cartas.
-Wilhelmina estaba enamorada -dijo en voz baja-. Pero ¿de quién?
Alex se acercó a una de las cartas del fondo. Era la única con una inicial diferente en el reverso: "E."
-¿Y si el cuadro no fue firmado solo por ella? -preguntó-. ¿Y si fue una obra compartida?
Emma sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
-¿Un segundo artista?
-O un amante -dijo Alex.
La tensión entre ambos se volvió densa, como si los ecos de aquella historia trágica se proyectaran ahora sobre ellos. Emma lo miró, y por primera vez, se sintió parte de algo que iba más allá de la casualidad. Como si el destino estuviera tejiendo una repetición, una segunda oportunidad.
Alex se inclinó lentamente hacia ella.
-¿Y tú, Emma? -preguntó en voz baja-. ¿Te asusta enamorarte en el momento equivocado?
Ella no respondió con palabras.
Solo cerró los ojos.
Y lo besó.
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Cuando se separaron, la lluvia seguía golpeando las ventanas, pero ahora sonaba como música de fondo. Emma acarició la superficie de una de las cartas con los dedos temblorosos.
-Tenemos que saber quién era el otro.
-Y qué ocurrió con ellos -añadió Alex-. Porque esto... no es solo una historia de amor. Es un secreto que alguien quiso enterrar para siempre.
Emma asintió, sin soltar la carta.
En su interior, sabía que ya no estaba sola. Que el cuadro no era solo una obra que debía restaurar, sino una verdad que debía desenterrar. Y que, tal vez, en medio de todo eso, también podría reconstruir su propia historia.