Capítulo 4 4

A las 7:58 p.m., mi apartamento olía a nervios y perfume caro. Me había puesto el vestido negro con la abertura lateral y los tacones de aguja que él mandó. El clutch descansaba en la mesa, brillante como una promesa peligrosa.

Me observé en el espejo una última vez. El escote era elegante, pero no inocente. El corte abrazaba mis curvas. Y mi cabello, suelto en ondas suaves, me hacía sentir una versión desconocida de mí misma. Una mujer segura. Fuerte. Deseada. Aunque por dentro, temblaba.

Ding-dong.

Me giré como si me hubieran disparado. El corazón en la garganta. Respiré profundo y abrí la puerta.

Leandro estaba ahí. Traje negro, corbata delgada, mirada fija en mí. Y un silencio que decía demasiado.

-Estás... -susurró-. Sorprendentemente perfecta.

-Y tú... tan decente que me asusta -respondí con una sonrisa nerviosa.

-Vamos. Esta noche no hay margen para errores.

-¿Para mí o para ti?

-Para los dos.

Cuando llegamos al hotel donde se celebraba la gala, una alfombra roja se extendía desde la entrada. Luces, cámaras, flashes. Era otro mundo: de apariencias calculadas, sonrisas fingidas y miradas afiladas.

Al bajar del auto, Leandro se giró hacia mí.

-¿Lista, señorita Morel?

-Nacida para esto, señor Vólkov.

Tomó mi mano, y en un gesto sorprendente -casi íntimo-, la colocó en el pliegue de su brazo mientras avanzábamos. Su cuerpo irradiaba autoridad. Dominio. Era un rey en su territorio, y yo... bueno, yo fingía que no me desarmaba por dentro.

Era un salón enorme, lleno de cristales, luces tenues, música instrumental y demasiadas personas hermosas fingiendo sonrisas sinceras.

Leandro se detuvo antes de cruzar las puertas principales.

-Nombres -dijo de pronto, mirándome.

-¿Perdón?

-Los inversionistas. No tengo cabeza hoy. Ayúdame.

Me aclaré la garganta, recordando el archivo que revisé horas antes.

-Mesa principal: Bertrand Gauthier, francés, fondo de riesgo en tecnología verde. A su lado, Isabella Bruni, viuda, maneja acciones en bienes raíces. A la derecha de ellos, el argentino que siempre olvida tu nombre, Mateo Salazar.

Él soltó una pequeña risa.

-Eres una joya, Morel.

-Ya lo sé. Solo que nadie me lo compra.-Esta noche estarán los inversionistas de OrlanTech, ¿los recuerdas? -le dije, sin mirarlo.

-Viejo, calvo, aliento a whisky barato, ¿cómo olvidarlo?

-Ese es Nelson Carbajal -respondí, conteniendo una sonrisa-. Pero también estará su hija, la que siempre trata de meterte en conversación. Delia.

Leandro bufó.

-La que usa perfume de rosas hasta para ir al baño. Perfecto. ¿Algún otro aviso de seguridad?

-Gregorio Lemarque vendrá con su nueva esposa. Ella tiene veinte años menos y la costumbre de reír como hiena cada vez que ve una cámara.

-¿Y tú vas a reír así esta noche? -preguntó sin mirarme, pero con esa sonrisa taimada en los labios.

-Solo si me tiras un mal chiste, jefe.

Dentro del salón, el lujo te cortaba el aliento: columnas blancas, lámparas de cristal colgando como racimos de estrellas, mesas redondas con mantelería de seda y copas de vino alineadas como pequeños soldados de vidrio.

-Ahí viene Carbajal -le susurré sin mover los labios-. Te va a hablar del petróleo en Bolivia. Di que tienes interés en energías renovables, lo distrae.

-Eres buena en esto -musitó.

Entramos. Sonrisas, saludos, apretones de manos. Él me presentó como su mano derecha. Algunos hombres me miraron con demasiado interés. Algunas mujeres con demasiado juicio.

Me movía con elegancia fingida, hasta que llegó el momento de sentarse a la mesa.

Los cubiertos me intimidaban como si fueran armas. Cuchillos a la derecha, tres tipos de tenedores, copas de distintas formas. Mierda.

Leandro, sentado a mi lado, se inclinó apenas hacia mí. Su aliento rozó mi oído.

-Mírame y haz lo que yo haga.

No sé si fueron sus palabras, su cercanía o su tono grave lo que me hizo estremecer. Pero asentí. Lo observé, copié. Y lo logré. O al menos nadie me corrigió.

La cena pasó entre charlas tensas, risas educadas y más vino del que necesitaba. Pero lo que realmente me descolocó fue cómo Leandro me miraba. Como si yo fuera lo único en la sala que merecía su atención.

Más tarde, cuando la orquesta comenzó a tocar algo de jazz moderno, Leandro se levantó de su asiento. Se acercó a mí, con esa seguridad arrogante que parecía tatuada en su piel.

-Baila conmigo.

-No es buena idea.

-Nunca lo es, pero igual lo haces.

Vacilé. Sus ojos me sostenían con una fuerza invisible. Todo en él era dominio. Todo en mí gritaba "sal de aquí antes de caer más".

Me tomó de la mano sin darme opción. Me condujo a la pista de baile, y cuando me giró hacia él, sus dedos se cerraron en mi cintura con decisión. Me atrajo contra su cuerpo, dejando apenas un suspiro de espacio entre nosotros.

-Te mueves bien para alguien que odia estas cosas -le dije, con los latidos desbocados.

-Y tú para alguien que dice odiarme.

-No dije que no supiera moverse.

-¿Lo dices por el baile o... por otra cosa?

Apreté los labios. No le daría más municiones.

-Estás preciosa esta noche, Iskra -susurró, cerca de mi oído.

-¿Y mañana volverás a ignorarme como si nada?

-Tal vez. O tal vez te deje tan marcada que no puedas olvidarlo.

Tragué saliva. Todo el aire del salón parecía haberse comprimido entre nuestros cuerpos.

-Quiero tenerte, Iskra.

-Leandro...

-Quiero sentirte. Esta noche.

No hubo pregunta. Fue una sentencia.

Y mi cuerpo, ese traidor que ardía cada vez que él me hablaba así, ya había tomado una decisión.

Lo miré. Largo. Intenso.

-Termina la maldita canción.

Él sonrió.

Y cuando lo hizo, supe que había caído.

No recuerdo el trayecto hasta su departamento. Solo su mano en mi pierna, su mirada fija en la mía, el aire espeso de deseo en ese auto en silencio.

El trayecto fue silencioso, cargado de una electricidad espesa. Al llegar a su departamento -un ático con vista a la ciudad, paredes de vidrio y muebles minimalistas-, me ayudó a quitarme el abrigo.

Me quedé de pie en medio de la sala. El vestido brillando bajo la luz tenue. Él me observó como si fuera un pecado inevitable.

-Dime que me detenga -dijo, caminando hacia mí.

-No voy a hacerlo.

Y entonces me besó.

No como en las películas. Fue real. Fuerte. Cálido. Su boca encontró la mía con hambre. Su lengua pidió permiso y lo obtuvo sin resistencia. Mis manos fueron a su pecho. Las suyas bajaron por mi espalda.

Me cargó con facilidad, como si no pesara nada, y me llevó al dormitorio. Entre caricias, susurros y piel encendida, las palabras desaparecieron. No éramos jefe y asistente. Éramos dos cuerpos rompiendo la tensión contenida. Dos almas encontrándose a ciegas.

Y en esa noche, bajo las luces de la ciudad, me dejé llevar. Sin máscaras. Sin pasado. Sin miedo.

Solo nosotros.

            
            

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