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Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, y él podía notarlo con claridad. Sus manos, que habían abandonado mi cintura, comenzaron a deslizarse lentamente hacia arriba y, en un instante, estaban posadas sobre mi pecho.
- Qué pecho tan magnífico, ¿para qué ocultarlo? Quítate esto... - susurró Aslán.
Levanté un poco la blusa y, con cuidado, traté de desabrochar el sujetador sin abrirla demasiado. Ahora él podía acariciar mis senos y sentir bajo sus palmas la firmeza de mis pezones.
En unos segundos, metió las manos bajo mi blusa y ahí estaban mis pechos, ya completamente en sus manos. Seguía besándome el cuello con toda la pasión que podía reunir. Mi respiración se volvió entrecortada y sentí un temblor recorrerme de arriba abajo. Entonces Aslán tomó mis pezones entre sus dedos, los apretó suavemente y los giró.
- Qué pezones tan tersos. Tengo unas ganas enormes de chuparlos. - Me lo susurró al oído.
Gemí, rendida a las sensaciones. Apenas fue un susurro, pero lo escuchó: en aquel gemido había no solo mi decepción conmigo misma por no haberme detenido, sino también un deleite profundo. Me volvía loca cómo me acariciaba.
Supe con certeza que ya no podría resistirme. Sus caricias se volvieron más seguidas. Mis piernas temblaban y se me doblaban ligeramente.
Me apoyé con las manos en el escritorio y, cuando mis piernas casi me fallaron, me incliné hacia adelante, hundiendo suavemente mi trasero contra la ingle de Aslán. Ahora podía sentir físicamente su miembro, duro como el mármol, presionándome.
Me giré y lo miré a los ojos. ¡Qué guapo era! Allí estaba, frente a mí, con mi pecho al descubierto y la blusa alzada casi hasta la barbilla; mis pezones eran duros como su miembro, y en sus ojos ardía un brillo desenfrenado.
- ¿Qué estamos haciendo? - pregunté.
Él no respondió. Nuestros labios se encontraron en un beso. No recordaba un beso tan intenso, y menos aún haber llegado tan lejos en una entrevista. ¡Demonios, jamás habría imaginado esto de mí misma!
Sin embargo, me sorprendía darme cuenta de que me encantaba cómo me besaba.
Lo hacía con la pasión de un macho enamorado que por fin ha obtenido lo que deseaba. Me mareé cuando volvió a acariciar mis pezones.
Lo abracé con fuerza, presionándome contra él. Su mano derecha se deslizó hacia mis nalgas, cada vez más cerca de mis muslos.
Me tensé, pero al instante me relajé, rodeándolo con mis brazos. Su lengua jugaba en mi boca, encontrándose con la mía, explorando mis labios. Mi lengua se entrelazaba con la suya. Mientras tanto, sus manos amasaban mi trasero y subían mi falda. Gemía de excitación.
Por fin, sus dedos rozaron mis bragas. Di un jadeo agudo y entrecortado. De inmediato, sus manos se deslizaron bajo la tela, rozando la piel de mis nalgas. Me atrapó contra la pared y profundizó el beso con más fiereza. Respondí con la misma pasión.
Éramos casi de la misma altura, así que no necesitaba inclinarse para acariciar mi trasero. Pronto deslizó un dedo hasta la hendidura de mi ano.
Mis piernas se aflojaron de nuevo y me agaché ligeramente, cediendo a sus tocamientos más audaces, mientras seguía besándome el cuello. Notó el suave vello púbico y, un poco más abajo, los húmedos labios de mi vagina, apenas cubiertos por la tela de mis bragas.
- Estás tan mojada... ¿me deseas? - me preguntó, percibiendo las gotas de humedad que empapaban mis bragas y recorrían mis muslos. No pudo contenerse.
Me giró de repente y me inclinó hacia adelante. Apoyé las manos en el escritorio. Con un solo gesto, deslizó mis bragas por mis nalgas hasta el suelo. Sacó una de mis piernas del interior y, tras bajarse los pantalones él mismo, frotó su miembro contra mi entrepierna empapada antes de introducirlo en mí.
En ese instante, me di cuenta plenamente de lo que estaba haciendo. Pero ya era demasiado tarde. La vergüenza luchaba dentro de mí contra el deseo, y mi modestia innata contra una ola repentina de lujuria.
Aslán se movía con firmeza y ritmo, después se inclinó para rozar mi clítoris con un dedo. En ese momento, cualquier duda desapareció. Abrí más las piernas y hundí mi trasero, dejando que penetrara más hondo.
Se incorporó y me sujetó con fuerza de las nalgas. Varias veces me dio azotes en el trasero. Gemí y casi caí sobre el escritorio. Mi cuerpo convulsionaba de placer. Él no se detenía, embistiéndome con más fuerza y profundidad.
Por fin conseguí deslizarme de su miembro y, exhausta, caí al suelo. Los espasmos del orgasmo me sacudían. Su miembro seguía erecto, apuntándome al rostro. Alargué la mano y lo tomé.
El hombre me sujetó del cabello y tiró suavemente hacia su miembro.
- Ven, bésalo - ordenó. -
Con cuidado, rozé con un beso el húmedo glande rojo. Luego, animada, lo lamí varias veces. Al decidir que ya iba en serio, cerré los ojos y lo tomé entero en la boca.
Aunque no era experta en este arte, me desenvolvía de maravilla. No muchas especialistas en sexo oral habrían rivalizado conmigo.
Supe que lo apreciaría. Mi lengua acariciaba el glande y mi cabeza se movía arriba y abajo, masajeándolo con mis labios. Mi mano derecha estimulaba el tronco al compás de mis movimientos.
Entonces Aslán no aguantó más: una ola de calor ascendió por su vientre y, al cabo de unos instantes, una corriente espesa de su semen me llenó la boca.
Tragué y alzé la mirada. Un par de hilos de semen resbalaban por mi barbilla, y mis labios brillaban cubiertos de su fluido. Los lamí para degustarlo. Esta escena lo excitó de un modo indescriptible:
- No recordaba un orgasmo tan potente - gimió él. - ¡Eres una fiera!
Me tomó de la mano y casi a la fuerza me condujo al sofá que había visto en aquel rincón del despacho.
Aquella esquina me había llamado la atención apenas entré al despacho: un amplio sofá de cuero negro, con mullidos cojines que invitaban a relajarse. Junto a él, una mesa de café de madera oscura y superficie de cristal. En un jarrón de cerámica, sobre la mesa, había bombones, pequeños pastelitos y galletas, al parecer para servir con el café a los clientes. Todo rebosaba estilo y cuidado, destinado a que los invitados se sintieran importantes y algo privilegiados.
Comprendí que aquel era su propósito al guiarme hasta allí.
Lo seguí en silencio. Me empujó con suavidad al sofá, que crujió tenuemente. Me tumbé ante él, abriendo las piernas en un amplio gesto. Bajo su mirada hambrienta, mis pezones se quedaron duros, coronando mis pequeños montículos de carne.
Bajó la mirada hasta el monte de pelo negro entre mis piernas. Mis rodillas se doblaron instintivamente y abrí aún más las piernas, mostrando mi intimidad todavía húmeda.
Le encantaba mi vulva: la mantenía recortada en un peinado coqueto, no completamente rasurada.
Mi entrepierna despertó en Aslán una oleada de deseo tan virulenta que su miembro volvió a erguirse.
- ¡Qué hoyuelo tan sexy tienes! Tan húmedo y tan deseoso... Sé que me deseas - susurró ronco.
Yo, como si no hubiese oído, respondí abriéndome más: con las manos aparté mis labios vaginales, ofreciéndoselos sin reservas.
- ¡Cógeme! - le sonreí.