Entré en la casa, dejando un rastro de agua en el suelo de mármol.
En el salón, la familia Roldán y Sofía celebraban. Reían y brindaban con champán.
Mi entrada detuvo la alegría en seco.
El silencio fue pesado, cargado de desprecio.
Me miraron como si fuera un bicho, algo sucio que había manchado su alfombra.
De repente, Sofía ahogó un grito.
"¡Oh, no! ¡Mi collar! ¡El collar que me regaló Alejandro!"
Se tocó el cuello, su rostro una máscara de pánico.
"No está. Se me debe haber caído en el estudio... o en la fuente."
Miró directamente hacia mí.
La acusación era clara.
"Yo no lo tengo", dije, con la voz temblorosa por el frío y la rabia.
Pilar se levantó, su rostro era una furia contenida.
"¡Claro que no lo tienes! ¡Lo has tirado a la fuente para hacerle daño a Sofía!"
"¡No es verdad! ¡Ella se tropezó, yo no la empujé!"
Mi explicación fue ignorada, como siempre.
Me culparon sin dudarlo, sin una sola pregunta.
Sofía empezó a llorar, un sollozo delicado y calculado.
"Ese collar era tan importante para mí... Alejandro me lo dio. Dijo que simbolizaba un nuevo comienzo."
Sus palabras avivaron la ira de Pilar y Marcos.
"¡Eres una ladrona desagradecida!", gritó Marcos.
Pilar se acercó a mí, su mirada era de hielo.
Me agarró del brazo, sus uñas clavándose en mi piel.
Me arrastró violentamente hacia la puerta del jardín.
"¡Vas a encontrar ese collar ahora mismo!"
Me empujó hacia la fuente. El agua oscura y fría parecía un abismo.
Miré a Alejandro, buscando ayuda, una pizca de compasión.
"Alejandro, por favor..."
Él ni siquiera me miró. Se acercó a la fuente y me tendió una pequeña red de piscina.
"Búscalo. Y no salgas hasta que lo encuentres."
Su traición fue absoluta. Me abandonó a mi suerte, a la crueldad de su familia.
Me vi forzada a entrar en el agua helada.
El frío me calaba hasta los huesos.
Mientras buscaba a tientas en el fondo fangoso, ellos me observaban desde el borde.
"¿No lo encuentras, ladrona?", se burlaba Marcos.
"Date prisa, estamos esperando", decía Pilar con impaciencia.
Alejandro permanecía en silencio, su indiferencia era la peor tortura de todas.
"No saldrás de ahí hasta que aparezca", amenazó Alejandro, su voz era un látigo.
Su crueldad no tenía límites.
Finalmente, mis dedos rozaron algo metálico.
El collar.
Lo saqué del agua, temblando de frío y agotamiento.
Se lo entregué a Alejandro.
Él lo tomó, sin una palabra de agradecimiento, y se lo puso a Sofía en el cuello.
"Ya está, mi amor. Todo está bien."
Se fueron.
Los tres.
Me dejaron sola, empapada y temblando, al borde de la fuente.
Mi cuerpo no pudo más.
Me derrumbé en el suelo frío, exhausta y sola, mientras la risa de ellos se alejaba en la noche.
El abandono era total.