Me senté a su lado, y su brazo rodeó mi cintura al instante, atrayéndome hacia él. Su olor, una mezcla de colonia cara y alcohol, llenó mis sentidos.
"Has tardado, arquitecta", susurró en mi oído, su aliento cálido en mi piel.
"Tenía que encontrar a tu hermana", respondí, mi voz apenas un murmullo sobre la música.
Él se rio, un sonido bajo y ronco. "Elena puede cuidarse sola. Tú eres mía esta noche".
Su mano subió por mi espalda, sus dedos trazando círculos lentos. Era un gesto posesivo, una marca invisible que él ponía sobre mí en público, aunque nadie más supiera lo que significaba. Para el mundo, yo era Sofía Vargas, la amiga de su hermana. Nada más.
Llevábamos cinco años así. Cinco años de encuentros secretos, de noches robadas en mi ático con vistas a la Gran Vía, de mentiras a nuestras familias.
"Mateo", empecé, mi corazón latiendo con una mezcla de esperanza y miedo. "Mis padres me llamaron hoy".
Él no apartó la vista de la pista de baile, pero sentí cómo su cuerpo se tensaba ligeramente.
"¿Y qué querían los grandes bodegueros de Jerez?", preguntó, con un toque de burla.
Tragué saliva. "Me han dado un ultimátum. O presento a alguien formalmente, o... o tendré que aceptar un compromiso con Javier de la Torre".
El nombre flotó entre nosotros, pesado e incómodo. Javier era un viejo amigo de la familia. Un hombre bueno. Un hombre seguro. Todo lo que Mateo no era.
Mateo finalmente me miró. Sus ojos oscuros buscaron los míos en la penumbra.
"Sofía, ya hemos hablado de esto".
"Lo sé, pero el tiempo se acaba. He preparado una cena especial para nosotros esta noche, en mi casa. Después de que recojas a Elena".
Quería que fuera perfecto. Quería darle la oportunidad de dar el paso. De elegirme.
Él suavizó su expresión, su pulgar acariciando mi mejilla. "Tranquila. Confía en mí. Arreglaremos esto. Te lo prometo".
Sus palabras eran un bálsamo, pero una pequeña parte de mí, la parte que había aprendido a desconfiar, sintió un escalofrío. Era una promesa vacía, una de las muchas que me había hecho a lo largo de los años.
"Voy a buscar a Elena", dije, levantándome. Necesitaba aire.
Caminé por el pasillo hacia los baños, donde había quedado con Elena. La puerta del reservado contiguo estaba entreabierta. Escuché risas, voces familiares. Eran los amigos de Mateo. Y luego, su voz.
"Mateo, ¿cuánto más vas a seguir con la arquitecta? Isa vuelve a Madrid la semana que viene, es hora de ponerte serio". La voz era de Borja, su amigo más imbécil.
Esperé la defensa de Mateo. Esperé que les dijera que me amaba, que lo nuestro era real.
En su lugar, escuché su risa. Una risa displicente, cruel.
"¿Sentimientos? ¿Acaso te encariñas con el coche de la autoescuela antes de comprarte el Ferrari?".
El mundo se detuvo. El aire se volvió denso, imposible de respirar.
"Sofía es solo la práctica. Con Isa tengo que ser perfecto".
Cada palabra fue un golpe. Práctica. Un coche de autoescuela. Un objeto de usar y tirar antes de conseguir el verdadero premio. Isa. Su amor platónico de la infancia. La razón de nuestro secreto.
Sentí un frío glacial recorrer mi cuerpo. Un dolor físico, agudo, en el centro de mi pecho. Me apoyé contra la pared, luchando por no caerme. Las luces de la discoteca de repente parecían demasiado brillantes, la música demasiado alta.
Di media vuelta y corrí. Corrí sin mirar atrás, empujando a la gente, huyendo de su voz, de su risa, de la verdad que me había destrozado.
El recuerdo de nuestro primer encuentro me golpeó con la fuerza de un tren. Fue en una fiesta, hace cinco años. Yo estaba borracha, triste por una ruptura. Él, joven y descarado, se acercó.
"Una mujer como tú no debería beber sola", me dijo.
Me hizo reír. Me cuidó esa noche. Me llevó a casa. Y luego, no se fue.
Empezó como algo casual, prohibido. Él era el hermano pequeño de mi mejor amiga. Yo era mayor, más experimentada. Pero su persistencia me desgastó. Me persiguió con flores, con mensajes, con esa sonrisa arrolladora. Y yo, tontamente, caí.
Pensé que nuestro amor era una batalla ganada contra las convenciones. Ahora veía la verdad.
Durante cinco años, yo había estado construyendo un futuro sobre cimientos de arena. Él había estado practicando.
Llegué a la calle, el aire frío de la noche madrileña golpeando mi cara. Saqué el teléfono, mis dedos temblaban tanto que apenas podía marcar.
"Mamá", dije, mi voz rota. "Acepto. Acepto casarme con Javier".
Colgué antes de que pudiera responder.
"Se acabó, Mateo", susurré al viento. "Se acabó para siempre".