A la salida del hospital, Isa esperaba a Mateo junto a su descapotable rojo. Llevaba unas gafas de sol enormes y una sonrisa de suficiencia.
Mateo me sostenía del brazo, una formalidad vacía. Al ver a Isa, su agarre se aflojó instintivamente. Me soltó. Como si quemara.
"Sofía, te presento a Isa Montes", dijo Mateo, con una naturalidad que me revolvió el estómago. "Isa, ella es Sofía Vargas, una buena amiga de mi hermana".
Amiga de su hermana. Cinco años reducidos a una cortesía social.
Isa se quitó las gafas, sus ojos azules evaluándome de arriba abajo. Eran fríos, calculadores.
"Encantada", dijo, su voz dulce como el veneno. "Mateo me ha hablado mucho de Elena. Sois inseparables, ¿verdad?".
Asentí, incapaz de hablar. El aire se me había quedado atrapado en la garganta.
"Este fin de semana doy una pequeña fiesta en la finca de mis padres a las afueras. Para celebrar mi vuelta. Tenéis que venir los dos", dijo, mirando a Mateo, pero sus palabras eran un desafío para mí.
"¡Claro que iremos!", respondió Mateo por mí, entusiasmado.
No me dio opción. Estaba atrapada.
En el coche, de camino a la finca, me senté en el asiento trasero. Isa iba de copiloto, su mano descansando sobre la de Mateo en la palanca de cambios. Hablaban sin parar, recordando su infancia, sus veranos en Marbella, las travesuras que hacían. Él la miraba con una adoración que nunca me había dedicado a mí.
Cada risa compartida, cada recuerdo evocado, era una puñalada. Yo era una extraña presenciando la reunión de dos almas gemelas. Comprendí que yo nunca había tenido una oportunidad. Su corazón siempre había tenido dueña.
La fiesta era un despliegue de riqueza y superficialidad. Jóvenes herederos bebiendo champán, hablando de yates y caballos.
Un amigo de Mateo se acercó, dándole una palmada en la espalda. "¡Tío, por fin te decides por Isa! Ya era hora. Pensábamos que te habías quedado soltero para siempre".
Mateo se rio, sin corregirle. Yo, a su lado, era invisible.
Me alejé, buscando refugio en la barra. Mateo me envió un mensaje.
"Perdona por eso. Sabes cómo son. En otro momento, les contaré lo nuestro".
Otro momento. La promesa que nunca llegaba.
Más tarde, organizaron un juego estúpido de beber. Por supuesto, yo perdí.
"¡La arquitecta bebe!", gritó alguien.
"Cuidado, no te vayas a romper una cadera, abuela", se burló una chica rubia.
Miré a Mateo, esperando que me defendiera. Pero él estaba ocupado sirviéndole un refresco a Isa. "Tú no bebas, princesa. No quiero que te siente mal".
Bebí el chupito de tequila de un trago. El líquido me quemó la garganta.
Borracho y eufórico, Mateo se acercó a mí más tarde, mientras Isa hablaba con un grupo de chicas. Me acorraló contra una columna.
"Estás preciosa esta noche, Isa", susurró, su aliento a alcohol en mi cara.
Me quedé helada.
"Te quiero, joder. Siempre te he querido. Nos casaremos aquí, en esta finca. Tendremos tres hijos y un golden retriever. Serás la reina de Madrid, mi reina".
Su confesión, destinada a otra, me rompió en mil pedazos.
Todo el amor, toda la esperanza, se desvaneció. Solo quedó un dolor sordo y profundo. El dolor de ser un fantasma en mi propia historia de amor.