Un recuerdo fugaz, doloroso y dulce, me asaltó.
Alejandro y yo en el colegio, en el pueblo cafetero.
Él era reservado, inteligente. Yo, la estudiante de psicología en ciernes, siempre curiosa.
Nos sentábamos juntos en la biblioteca.
Me ayudaba con matemáticas, yo le hablaba de mis sueños de estudiar en la gran ciudad.
"Eres diferente, Sofía," me dijo una tarde, sus ojos tímidos encontrando los míos. "Solo contigo puedo ser yo mismo."
Me sonrojé.
Él era mi primer amor, o casi.
Estábamos a punto de dar el siguiente paso.
La fiesta patronal.
Él me había citado junto al viejo samán, cerca del río.
"Tengo algo importante que decirte," me había susurrado, con una mezcla de nerviosismo y emoción.
Yo estaba ilusionada. Creía que por fin se declararía.
Pero mientras iba hacia el samán, Mateo, Javier y Ricardo me interceptaron.
Me arrastraron hacia un callejón oscuro, detrás de la iglesia.
Sus risas, sus manos sucias sobre mí.
"Mira qué bonita está la noviecita de Alejandro."
"Vamos a enseñarle quién manda aquí."
El terror me ahogaba.
Grité. Grité con todas mis fuerzas.
En un momento, entre la confusión y el miedo, vi a Alejandro pasar por la entrada del callejón.
Estaba lejos, apenas una silueta.
"¡Alejandro!", grité, con la última esperanza que me quedaba.
Pero él siguió de largo, desapareciendo en la multitud y el ruido de la fiesta.
No me escuchó. O no quiso escucharme.
Ese fue el momento en que una parte de mí murió.
El recuerdo se superpuso con la realidad.
Ellos estaban aquí. En esta habitación.
Sonriéndome con la misma maldad de entonces.
Alejandro se despertó, bostezando.
"Ah, muchachos, llegaron," dijo, con una familiaridad que me heló la sangre.
¿Se conocían? ¿Eran amigos?
Mateo se acercó a mi cama.
"Hola, Sofía. Cuánto tiempo. Sigues igual de calladita, ¿eh?"
Su voz era una burla.
Javier y Ricardo rieron.
El recuerdo de sus palabras durante la agresión volvió a mí, nítido y doloroso.
"No grites, muñeca, o te irá peor."
"Nadie te va a creer."
"Tenemos un recuerdito, por si se te ocurre hablar."
Me mordí el labio hasta hacerlo sangrar para no gritarles, para no desmoronarme delante de ellos.
Ricardo se inclinó, su aliento apestando a tabaco.
"¿Todavía tienes pesadillas, Sofía?"