Después del espectáculo, me cambié rápidamente.
No esperé a las felicitaciones ni a la fiesta posterior.
Cogí mi pequeña mochila, con lo poco que tenía.
Salí por la puerta de atrás, hacia los callejones oscuros del barrio de Triana.
Necesitaba caminar, sentir el aire frío en mi cara.
El camino a mi casa era solitario a esa hora.
De repente, dos sombras salieron de un portal.
No dijeron nada.
Uno me sujetó por los brazos, inmovilizándome contra la pared.
El otro me miró a los pies.
Entendí lo que iba a pasar.
No querían mi cartera. No querían mi teléfono.
Tenían un objetivo.
El hombre sacó una barra de metal.
El primer golpe en mi tobillo derecho fue un dolor agudo, cegador.
Grité.
El segundo golpe fue peor.
Escuché un crujido, un sonido horrible que supe que cambiaría mi vida para siempre.
Caí al suelo, el dolor era una ola de fuego que me consumía.
Los hombres se fueron tan rápido como habían aparecido.
Me quedé allí, en el suelo frío y sucio, mirando mi tobillo, que ya estaba hinchado y en un ángulo antinatural.
Se acabó.
Mi carrera como bailaor se había acabado en ese callejón.
De repente, escuché pasos apresurados.
Mateo apareció al final del callejón.
Tenía la ropa un poco rasgada y un arañazo en la mejilla, claramente autoinfligido.
Al verme, abrió los ojos de par en par y empezó a temblar.
"¡Javier! ¡Dios mío! ¡A mí también me atacaron! ¡Intentaron robarme!"
Era una actuación patética.
Justo en ese momento, un coche de lujo giró en la esquina.
Era Isabela.
Se bajó corriendo, su cara era un poema de pánico.
Vio mi tobillo, luego miró a Mateo, que lloriqueaba y se agarraba el pecho.
"¡Isabela, me atacaron! ¡Tengo un ataque de pánico! ¡Mi corazón! ¡No puedo respirar!" gritaba Mateo.
Isabela estaba paralizada, mirándome a mí, en el suelo, y a él, de pie y fingiendo un colapso.
La elección.
La última prueba.
"Isabela, ayúdame," susurré, el dolor me nublaba la vista.
Ella me miró, y por un segundo vi una duda en sus ojos.
Pero Mateo se agarró a su brazo.
"¡Mi trauma psicológico! ¡Es peor! ¡Llévame a una clínica, por favor! ¡No puedo estar aquí!"
Isabela tomó su decisión.
Me miró, su voz fría como el hielo.
"Javier, llama a una ambulancia. Yo cubriré todos los gastos."
Se dio la vuelta, metió a Mateo en el coche y se marchó, dejándome solo en la oscuridad.
El sonido del motor alejándose fue el sonido más desolador que había escuchado nunca.
Miré al cielo.
Saqué mi cuaderno. Con la mano temblorosa, hice la última marca.
La número 99.
Deuda saldada.
Sonreí, a pesar del dolor.
Por fin.
Era libre.