No podía dejar que destruyeran el tablao sin una última visita. Era mi hogar, el lugar donde mi alma había volado libre cada noche.
Apoyada en mis muletas, entré en "El Duende Rojo". El lugar era irreconocible. Luces de neón rosas y azules habían reemplazado la iluminación cálida. Un olor a ambientador barato de coco flotaba en el aire. En el escenario, mi escenario, había una cabina de DJ.
Mateo y Valeria estaban en el centro, riendo, supervisando la profanación.
"Vaya, vaya, miren quién ha venido arrastrándose", dijo Mateo al verme. Su voz resonó en el local vacío.
Valeria sonrió, una sonrisa de triunfo barato. "Cariño, no seas malo. Ha venido a ver el futuro del entretenimiento".
Me acerqué lentamente, cada paso una punzada en el tobillo.
"¿Qué le has hecho a este lugar, Mateo?", pregunté, mi voz apenas un susurro.
Él se encogió de hombros. "Modernizarlo. Sacarlo del siglo pasado. El flamenco aburre a la gente, Isabella. Necesitan ritmo, algo que los haga moverse".
"Esto no es ritmo", dije, mirando la bola de discoteca que colgaba sobre el tablao. "Esto es un insulto".
Mateo se acercó a mí, su rostro endurecido por la rabia.
"¿Un insulto? ¿Sabes lo que es un insulto? Vivir con una mujer que se cree una santa, una mártir. Siempre sufriendo, siempre perdonando. ¡Era agotador!"
Me señaló el pie con un gesto de desprecio.
"Quizás tu lesión no fue un accidente. Quizás es un castigo divino por ser tan posesiva y dramática. Ahora, al menos, tienes una razón real para llorar".
Sus palabras me golpearon más fuerte que la caída. Me humilló públicamente, en el corazón de mi santuario, frente a la mujer por la que me había reemplazado.
No le di la satisfacción de verme llorar.
Lo miré fijamente, a él y a su nueva musa.
"Disfruten de su futuro", dije.
Me di la vuelta y salí de allí, dejando atrás el eco de sus risas y el fantasma de la bailaora que una vez fui.