Unas semanas después, justo cuando el mes de plazo estaba a punto de terminar, sonó mi teléfono. Era Doña Elena, histérica.
"¡Isabella, tienes que venir! ¡Es Mateo! Está en la finca, en la tienta. Dice que se va a tirar delante de un novillo. ¡Dice que si no vienes, se mata!"
La misma táctica de siempre. El mismo drama teatral.
"Doña Elena", dije con una calma que la descolocó. "Llame a una ambulancia. Yo no voy a ir".
"¡Pero es que te está llamando a ti! ¡Dice que solo tú puedes salvarlo! ¡Por favor, Isabella, esta vez parece que va en serio!"
Colgué. Sabía que era una trampa. Pero una parte de mí, una parte estúpida y residual de la antigua Isabella, necesitaba verlo con mis propios ojos.
Conduje hasta la finca familiar. Dejé el coche lejos y me acerqué a pie, cojeando, escondiéndome entre los olivos que rodeaban la pequeña plaza de toros.
La escena era patética. Mateo, vestido con un traje de luces, estaba de pie en el centro de la arena, con una botella de brandy en la mano. Sus amigos lo rodeaban, tratando de "calmarlo".
"¡Dejadme!", gritaba. "¡Mi vida se acabó sin ella! ¡Isabella es mi todo!"
Entonces, se giró hacia uno de sus amigos, creyendo que nadie más lo oía. Su voz bajó a un susurro jactancioso.
"Tranquilo, hombre. Ya verás. Está de camino. Siempre funciona. Llorará, me suplicará que no lo haga, y volverá a casa arrastrándose, como siempre".
El aire se congeló en mis pulmones. La última brasa de compasión que quedaba en mi interior se convirtió en ceniza.
Salí de mi escondite y entré en la arena.
Todos se callaron. Mateo me vio y una sonrisa de triunfo cruzó su rostro. Abrió los brazos, esperando mi carrera, mis lágrimas, mi súplica.
"Isabella, mi amor, has venido..."
Caminé hacia él, sin prisa. No lloré. No supliqué.
Llegué a la mesa donde habían dejado las bebidas y saqué de mi bolso los papeles del divorcio. Ya estaban firmados por mí. Los puse sobre la mesa, justo encima de una revista de sociedad con su cara y la de Valeria en la portada.
"Firma, Mateo", dije. Mi voz era fría como el acero.
Su sonrisa se desvaneció. Miró los papeles, luego a mí, con total incredulidad.
"¿Qué... qué es esto?"
"Es tu libertad", respondí. "Y la mía".
Se quedó mirándome, con la boca abierta, por primera vez en su vida, sin palabras. La farsa había terminado.