Mientras el abogado preparaba los papeles, los recuerdos de los últimos diez años me asaltaban sin piedad.
Recordé el día de nuestra boda.
Yo, una joven artesana de una familia con un gran nombre pero sin dinero. Él, el heredero de un imperio constructor.
Un matrimonio arreglado.
Pero yo me había enamorado de la imagen que él proyectaba. El hombre devoto, serio, que pasaba horas en la capilla y hablaba de pureza y fe.
Creí que era un hombre de principios.
Creí que su frialdad era una forma de rectitud.
Por él, puse mi taller en un segundo plano. Dejé de viajar a ferias internacionales.
Mi mundo se redujo a la hacienda, a intentar complacer a un hombre que siempre parecía mirar a través de mí.
Cada vez que creaba una pieza de cerámica nueva, una vasija, un plato de Talavera con diseños intrincados, se la mostraba con orgullo.
Él apenas la miraba.
"Bonito", decía, antes de cambiar de tema. "Camila me ha dicho que la nueva iglesia del pueblo necesita un retablo. Deberíamos hacer una donación generosa."
Siempre era Camila.
Camila necesitaba un coche nuevo. Camila quería un viaje a Europa. Camila se sentía sola.
Y Mateo cumplía cada uno de sus caprichos, disfrazándolo de caridad o deber familiar.
Yo era la esposa funcional. La que organizaba las cenas, la que mantenía la casa, la que le daría un heredero.
Cuando nació Lupita, pensé que todo cambiaría.
Pensé que una hija ablandaría su corazón.
Pero para él, Lupita solo fue otra distracción. Una obligación.
Nunca la cargó, nunca le leyó un cuento, nunca le dio un beso de buenas noches.
Ese afecto estaba reservado para Camila y su hijo.
Una vez, Lupita hizo un dibujo para él. Un sol sonriente y tres figuras: un hombre alto, una mujer y una niña. "Papá, mamá y yo", dijo con su vocecita.
Mateo lo tomó, lo miró por un segundo y lo dejó sobre una mesa.
"El hijo de Camila ha sacado las mejores notas de su clase", comentó, como si no hubiera visto el dibujo. "Es un niño brillante. Un verdadero regalo de Dios."
Yo recogí el dibujo del suelo y lo guardé.
Guardé cada pequeño rechazo, cada palabra fría, cada gesto de indiferencia.
Los guardé como perlas de dolor en el cofre de mi corazón, sin darme cuenta de que no eran indiferencia, sino una elección.
Él había elegido a Camila. Siempre.
Y yo, en mi ingenuidad, había sacrificado una década de mi vida y el futuro de mi arte por un hombre que me veía como una imitación.
Una pobre imitación.