Isabela regresó a la hacienda un martes, con el sol de Jalisco pegando fuerte sobre los campos de agave azul. No vino sola. Traía un embarazo de tres meses y una historia que sonaba a veneno dulce.
Se sentó en el porche de la casa grande, frente a un Ricardo que la miraba como si fuera la única mujer en el mundo.
"Una bruja en la ciudad me lo dijo, Ricky," susurró ella, con su voz de socialité capitalina. "Mi bebé, nuestro bebé, es frágil. Para que nazca fuerte y con la suerte de tu familia, necesita un amuleto."
Ricardo no apartaba la vista de su vientre.
"Lo que sea, Isabela. Pide lo que sea."
"Un amuleto hecho con las costillas de un 'niño milagroso'. La bruja dijo que aquí había uno."
Ricardo supo de inmediato de quién hablaba. Mateo. Su hijo de seis años con Sofía, el niño que correteaba por la hacienda y al que los trabajadores miraban con una mezcla de asombro y respeto. El niño que era un recordatorio constante de su matrimonio con una curandera de Oaxaca, un arreglo que su abuelo forzó para salvarlo.
Despreciaba a ese niño. Veía en él la ingenuidad de su madre, la sangre indígena que él consideraba inferior.
"Se hará," dijo Ricardo, sin una pizca de duda en su voz.
Esa noche, Sofía lo encontró en su despacho, oliendo a tequila caro y a la colonia de Isabela.
"Escuché lo que planeas," dijo Sofía, su voz tranquila pero firme. "No puedes hacerlo, Ricardo."
"¿No puedo? Soy el dueño de esta tierra, de esta casa y de todo lo que hay en ella. Incluido ese niño."
"Es tu hijo."
"Es un peón," contestó él, frío. "Un sacrificio necesario para mi verdadero heredero."
Sofía se arrodilló. "Toma mis costillas. Toma mi sangre. Mi don es más fuerte. Yo puedo darle la prosperidad que buscas. Pero a Mateo no lo toques."
Ricardo rio. Una risa hueca y cruel. "Tu don, tus supersticiones de campesina. No, Sofía. La bruja fue clara. Necesita ser él." Se inclinó y la tomó de la barbilla. "No te interpongas."
Al día siguiente, Ricardo llamó a un médico de Guadalajara, un hombre con más deudas que escrúpulos. Le dio un fajo de billetes y una orden simple.
"Quiero tres de sus costillas. Las más pequeñas."
El médico se llevó a Mateo al dispensario de la hacienda. Sofía intentó detenerlos, pero dos de los hombres de Ricardo la sujetaron.
El procedimiento se hizo sin anestesia. Los gritos del niño resonaron por la hacienda, pero nadie se atrevió a intervenir. A mitad de la operación, el teléfono del médico sonó. Fingió una emergencia.
"Es el patrón," dijo, limpiándose las manos. "Isabela se siente mal. Tengo que ir."
Dejó a Mateo en la camilla, con la herida abierta, sangrando sobre las sábanas blancas.
El niño murió solo, desangrado y por un dolor que nadie debería conocer.
Mientras tanto, a pocos metros, en la habitación principal, Ricardo le sostenía el cabello a Isabela mientras ella vomitaba por las náuseas matutinas, susurrándole promesas de un futuro brillante.