Sofía no fue a su habitación. Fue a la capilla de la hacienda, un pequeño edificio de adobe con un altar de madera vieja. Allí veló a su hijo, cantando en su lengua zapoteca las canciones de cuna que su propia madre le había cantado.
Al amanecer, cremó el cuerpo de Mateo en un fuego ritual, lejos de la casa grande, en un claro del bosque que solo ella conocía. Recogió las cenizas en una pequeña urna de barro que ella misma había hecho años atrás.
Necesitaba hablar con Don Alejandro. Era el único que entendería. El único que sabía la verdad.
Pero el patriarca no estaba en la hacienda. Hacía una semana que había viajado a la Ciudad de México para un tratamiento médico. Su vejez y su enfermedad lo habían alejado justo cuando más lo necesitaba.
Estaba sola.
Con la urna en sus manos, regresó a la casa. Su resolución era fría como las cenizas de su hijo. Se iría. Cortaría todo lazo con esa familia maldita.
Encontró a Don Alejandro en el porche. Había regresado antes de lo previsto, alertado por una extraña premonición. Su rostro, ya surcado por la edad, se hundió al ver la expresión de Sofía y la urna en sus manos.
"¿Qué ha pasado, hija?" preguntó, su voz temblorosa.
Sofía no necesitó palabras. Don Alejandro miró hacia la casa grande, donde Ricardo e Isabela reían en el jardín, y lo comprendió todo.
"No, Sofía. Por favor," suplicó el anciano, intentando levantarse de su silla de ruedas. "No te vayas. No nos dejes."
"Ya no hay nada que me ate aquí," dijo Sofía.
"La familia te necesita. ¡Yo te necesito! Ricardo es un necio, un ciego, pero esta hacienda, todo lo que hemos construido... sin ti, sin tu don, se convertirá en polvo."
Se agarró a su brazo, sus dedos huesudos apretando con una fuerza desesperada. "Te salvé una vez de la miseria en tu pueblo. Te di una vida."
Sofía lo miró, y por primera vez, Don Alejandro vio en sus ojos algo más que gratitud. Vio una piedad infinita y una tristeza antigua.
"Y yo le devolví la vida a su nieto y la fortuna a su casa," respondió ella, su voz suave pero inquebrantable. "La deuda está pagada, Don Alejandro. Está pagada con la sangre y los huesos de mi hijo."
Se soltó con delicadeza del agarre del anciano. "Ahora me voy. Y me llevo lo único que me queda de él."